Revista Cine

Carmen y Lola

Publicado el 16 mayo 2019 por Pablito

Cuando un director o directora de cine se enfrenta a la tarea de dirigir su primer largometraje, puede optar por dos caminos: por la vía de la libertad creativa -a pesar de que esto incluya una serie de riesgos que no todos están dispuestos asumir-, o, por el contrario, por el camino más complaciente, el más cómodo, el más seguro. La directora bilbaína Arantxa Echevarria, en una pirueta aparentemente suicida, se decantó por el primer camino para alumbrar Carmen y Lola (2018), una historia que, a priori, lo tenía todo en contra para triunfar: actores desconocidos, aire documental y, en lo que respecta a la temática, por narrar el romance entre dos adolescentes gitanas. Producida y escrita por ella misma, Echevarria estuvo durante 6 años detrás de un proyecto que le ha costado sudor y lágrimas levantar; un proyecto que atesora la virtud de haberse dado a conocer al gran público sin una televisión privada detrás que lo financie ni tampoco una masiva campaña de promoción. Sus 8 nominaciones a los premios Goya y sus dos galardones finales -mejor dirección novel y mejor actriz de reparto- fueron determinantes para que el espectador pusiera los ojos en una cinta que, con todo en contra, se ha ido abriendo camino por su autenticidad. 

Carmen y Lola

A pesar de que comienza como una especie de documental sobre la etnia gitana -a la cineasta se le nota en todo momento su experiencia en el género por su brillante uso de los recursos expresivos o narrativos, como en la escena del baile, donde juega con el sonido ambiente de forma magistral- la película no tarda en centrarse en la historia entre Carmen, una joven que se ve abocada a repetir en contra de su voluntad la tradición familiar de casarse y tener tener hijos, y Lola, otra gitana que sueña con ser profesora y, lo más importante, libre. Desde el mismo instante en el que ambas se conocen surge entre ellas una química que las espléndidas actrices noveles que las interpretan, Zaira Morales y Rosy Rodríguez, hacen patente con cada gesto, cada mirada y cada palabra. La naturalidad con la que ambas se desenvuelven ante las cámaras, unido al ritmo ágil y ameno de la narración, hace que el espectador se olvide que está viendo una película. Porque, aunque es una ficción, todo lo que sucede en Carmen y Lola es tan real que asusta. Los sentimientos -de amor, de culpa, de vergüenza- están tan magníficamente expuestos que es imposible no emocionarse. Nada de esto se hubiera conseguido sin la magnífica dirección de actores de Echevarria, mérito más loable al tratarse de gente sin experiencia. 

Seleccionada por el Festival de Cannes para participar en su reconocida Quincena de los Realizadores, siendo la primera vez que una mujer llega hasta ahí, Carmen y Lola es una película que exhala verdad por los cuatro costados. Escenas como las del mercadillo, las de la boda o, incluso, las conversaciones que la protagonista mantiene por el chat, son tan extremadamente reales que no hacen más que presuponer el gran trabajo de la directora por querer parir un trabajo lo más cercano posible a la realidad. Eso sin mencionar sus monumentales 20 minutos finales, de una crudeza y un realismo a prueba de bombas -esa escena entre madre e hija en la cama ya es historia del cine español-. Es aquí, en este intenso tramo final, donde el film aprovecha para exhibir músculo dramático, a pesar de que el drama es la columbra vertebral del film: al final de lo que aquí se habla es del daño que provoca lo estático, lo rígido, lo condicionado, de lo ridículos que resultan ciertos grupos sociales por creerse con la potestad suficiente de juzgar la vida de los demás. En contraposición a este totalitarismo, desgraciadamente presente en no pocos nichos sociales, la película aboga por asumir la diversidad como algo enriquecedor, y no como algo perverso. Y lo hace sin discursos panfletarios, sin moralinas baratas: a golpe de verdad. A golpe de corazón.

Carmen y Lola

Más allá de un exceso en la metáfora de los pájaros y la libertad y el hecho de que su plano final ya ha sido mil veces visto en cine -lo cual no le resta un ápice de belleza-. pocas cosas malas se pueden decir de un trabajo valiente, arriesgado y, por encima de todo, necesario. Una obra que anima a derribar tabús que no deberían serlo y que remarca con una extraordinaria sensibilidad y sin caer en el morbo incluso en los momentos más proclives a ello que los prejuicios están para derribarlos. 


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