Revista Cine

Litus

Publicado el 20 septiembre 2019 por Pablito

La prueba más incontestable de que una película te ha gustado es si, nada más terminar, te han entrado ganas de volver a verla. Fue justo lo que me pasó con Litus (2019), quinto largometraje del director barcelonés Dani de la Orden. Situada más cerca de los parámetros de su díptico Barcelona, noche de verano (2013) y Barcelona, noche de invierno (2015), que de El pregón (2016) y El mejor verano de mi vida (2018), Litus es una de esas películas en las que parece que no está pasando nada cuando en realidad está pasando de todo. De cuidada estética y trazo elegante, el director cuenta una historia ligera en las formas, pero de calado en el fondo; estamos ante un trabajo que parece directamente extraído de la realidad, donde todo exhala verdad -las interpretaciones, los diálogos, las situaciones-. Y, en su obstinación por ser lo más realista posible, la película se hace difícil de enmarcar dentro de un género concreto. Porque la vida es demasiado compleja para reducirla a la etiqueta de “drama” o de “comedia”. Aquí hay una mezcla de ambas cosas y, como en cualquier vida, también un componente importante de intriga.

Litus

Adaptación a la gran pantalla de la obra de teatro homónima de Marta Buchaca estrenada en 2012, quien ha participado junto al director en el guión del film, uno de los principales atractivos de Litus es que el personaje sobre el que se articula la acción -y que incluso pone nombre a la cinta- nunca aparece en escena. Tras su suicidio tres meses atrás, un grupo de amigos deciden reunirse; una reunión que pondrá de manifiesto, además de la falta de madurez colectiva -reflejo de una generación-, la incapacidad de todos y cada uno de ellos para asumir la muerte de una persona tan especial en sus vidas. Secretos, confesiones y tensiones silenciadas durante años irán desfilando por esta cinta coral, siendo el piso donde se desarrolla la acción un personaje más de la película -y el que nos da más información sobre Litus, al mostrarnos su habitación-. En este piso arranca la acción y en él se irán incorporando paulatinamente nuevos personajes, hasta un total de 6 -uno más que en la obra original-, a los que el espectador no tarda ni 5 minutos en encajar en su esquema mental. Una vez todos reunidos se irán poniendo sobre la mesa las grietas de su relación, lo que les unen y lo que les separan, y la música tendrá un papel fundamental en ello. Es la música, tanto la diegética como la no diegética, la que acompaña y acentúa todo lo que vemos en pantalla. Además de ayudar a generar ese encanto tan característico que envuelve la película, la música instrumental está tan perfectamente integrada y es de una sensibilidad tan especial que conecta con el público casi de inmediato.

Litus fue la gran sorpresa en el Festival de Málaga de 2019, donde Quim Gutiérrez se alzó con el premio al mejor actor secundario. No es para menos, pues el intérprete firma aquí el mejor papel de su carrera, regalándonos además un monólogo final de una intensidad dramática excepcional. Las lágrimas de Belén Cuesta -que sorprende aquí con un papel dramático, muy diferente a lo que nos tiene acostumbrados- mientras Gutiérrez lo recita es, sin duda, uno de los puntos álgidos de un trabajo que tiene en su capacidad de despertar todo tipo de emociones uno de sus puntos fuertes. Otro de los momentos que pasarán a la posterioridad de un trabajo más complejo de lo que parece a simple vista es esa despedida en la puerta o ese concierto final que sirve como catarsis liberador después de hablar de reflexionar sobre tantos temas espinosos. La dificultad que conlleva asumir la pérdida de un ser querido, la ¿imposibilidad? de ser objetivo con alguien fallecido (¿por qué tendemos siempre a idolatrar a los muertos?), la gestión del dolor o la incapacidad de expresar nuestros sentimientos -la cinta nos anima a expresarnos sin miedo, a decir sin miedo lo que sentimos-, son solo algunos de los asuntos sobre los que versa una cinta en la que lo que menos importa son los motivos que llevó a su protagonista a suicidarse, sino las reacciones que su muerte causa en la gente que (supuestamente) le quería y cómo estos quedan retratados con sus virtudes y defectos. 

Puede que no sea la película más original del mundo -de hecho no oculta uno de sus principales referentes, Los amigos de Peter (Kenneth Branagh, 1991), a la que cita incluso de manera literal- y que esté llena de lugares comunes, pero esta inusual tragicomedia es una película hecha con el corazón. Y eso se nota. Impoluta en todos los apartados, tanto técnicos como artísticos, otra de las bazas de esta conmovedora obra es su gran trabajo de dirección de actores en un espacio tan reducido y su perfecta composición de los planos, algo que es especialmente patente en los momentos en los que el director coloca a todos sus actores en el plano. Puede que el estilo del director tras la cámara no esté todavía del todo definido, pero es eficaz. Y el 90% de todos los que sueñan con ser directores de cine matarían por ser eso: eficaces. No se la pierdan.


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