Revista Arte
Una de las válvulas de escape de la naturaleza humana es el deseo, ese incómodo compañero de viaje que, nos dibuja líneas en nuestro interior, y que nadie entiende más que uno mismo. Ese gen inspirador de la felicidad y el tormento, de la lujuria y la pasión, del cielo y el infierno, se puede sustentar en múltiples manifestaciones, una de ellas es la mirada; una mirada que es un perfecto cómplice del juego de lo invisible, pues invisible es el deseo, sobre todo, en un mundo infeliz en el que ya casi nadie entiende de aquello que no es obvio y banal. El deseo se convierte así en un territorio virgen donde poder explorar nuestra propia libertad, y ahí, donde cada uno de nosotros debe enfrentarse a sí mismo para llegar a conocerse mejor, es donde surge la inestabilidad de nuestros sentimientos y el miedo a romper esos hilos que nos mantienen unidos a un universo tan frío como desalentador. Todd Haynes conoce todo esto muy bien, y sustenta su película, Carol,en la mirada y el deseo en un mundo infeliz. La sociedad americana de principios de los cincuenta no se caracterizaba, precisamente, por ser un espacio de libertades, aunque caminaba poco a poco hacia esa universal proclama de los derechos civiles que, a pesar de su importancia, aún no ha conseguido derribar una buena parte de sus barreras raciales y sociales. Esta circunstancia, como tantas otras, está presente en Carol de una forma muy sutil —si exceptuamos los comportamientos del marido de Carol—, pues Todd Haynes ha tratado de llevar al cine la novela de Patricia Highsmith mediante leves pinceladas donde lo más importante es sugerir a imponer, en contraposición con la atmósfera exterior que lo circunda todo, porque Carol, es la invitación a un viaje de experiencias interiores basadas en la intensidad de aquello que no se dice, de ahí, la importancia de las miradas; un juego donde Rooney Mara gana por goleada a Cate Blanchett
Carol es la manifestación de esa necesidad de libertad en un mundo cerrado por los convencionalismos, y, que todavía, no estaba preparado para asumir la carga moral que entonces conllevaba aceptar la relación amorosa entre dos mujeres. En este juego soterrado del deseo sin más, Todd Haynes ha adoptado la decisión de mostrárnoslo bajo la omnipresente lupa de los primeros planos de dos actrices que ejecutan muy bien ese doble reflejo que representan, la seductora (Carol), y la exploradora de nuevas sensaciones (Rooney), pues en ningún caso estamos ante un juego de sumisión, sino más bien de necesidad de encontrarse a sí mismas en ambos casos. Para ello, Haynes utiliza el poder de una fotografía granulada y casi obsesiva en los interiores, con la que intenta reflejar esa nebulosa de una luz que se posa sobre los personajes como una manta de papel cebolla. Esa forma opresiva de expresión, se realza todavía más por la contraposición que le supone la intensidad de la luz con la que están rodados de los exteriores, como si Haynes, jugara con el espectador de cara a resaltar las habilidades de un hábil fotógrafo, lo que unido a su forma de narrarnos la historia, donde el flashback es su mejor arma, hacen de Carol una experiencia diferente, pues estamos ante una película en ocasiones lenta y de cortos diálogos para la forma de entender el cine en la actualidad, convirtiéndola en un rara avis de la industria de Hollywood, cada día más pendiente de las catástrofes y las muertes colectivas sin sentido.
Ángel Silvelo Gabriel.
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