Revista Cine
Qué gran guionista sigue siendo William Shakespeare. Y qué grandes adaptadores son los hermanos Paolo y Vittorio Taviani. César Debe Morir (Cesare debe morire, Italia, 2012), el más reciente largometraje de los cineastas toscanos, es una sencilla obra mayor en la que la palabra del poeta y dramaturgo isabelino, el amor por la representación teatral y la serena imaginación cinematográfica de los Taviani se funden en un filme profundamente humano que nos propone que la redención a través del arte no sólo es posible sino, incluso, necesaria, apremiante. Estamos en Roma, en la prisión italiana de alta seguridad de Rebibbia. Desde años, el director teatral Favio Cavalli ha manejado un programa de recreación/rehabilitación de los peligrosos reos que ahí purgan su condena, montando con ellos diversas obras de teatro. En esta ocasión, la pieza elegida es el Julio César de Shakespeare y los Taviani están ahí con la cámara de Simone Zampagni para tomar todo el proceso: la elección de actores, el ensayo de los diálogos y, finalmente, la exitosa representación de la obra. No estamos en un documental, aunque pudiera parecerlo. No importa: de todas formas, la cinta destila verdad. En específico, la verdad del arte. Todos los actores son, en efecto, prisioneros de Rebibbia –menos uno, que ya está libre-, todos ellos fueron condenados por crímenes atroces y todos ellos, sin excepción, interpretan con dedicación y entusiasmo el Julio César shakespeariano, en especial “César” (Giovanni Arcuri, condenado a 17 años por tráfico de drogas) y su amado/traicionero “Bruto” (Salvatore Striano, condenado a cadena perpetua por asesinato, aunque luego indultado). La obra, centrada en los temas del honor, la lealtad, la traición y el crimen, es ideal para que estos exmafiosos, narcotraficantes, ladrones y asesinos vean reflejadas sus propias vidas, tanto en las palabras del poeta inglés como en las sordas maquinaciones políticas de esa Roma tan lejana que, en realidad, resulta irónicamente contemporánea. Apunté antes que esto no es un documental. En efecto, todo lo que vemos, de principio a fin, ha sido preparado con sumo cuidado, sea la riquísima puesta en imágenes -con todo y el viraje del blanco y negro al color en ciertos momentos del filme-, sea en el trabajo actoral sin tacha alguna, sea en esa mirada generosa por parte de los Taviani que nos hace pensar, aunque sea por un momento, que toda redención es posible. Puede que sea una utopía, pero queremos creerla.