Falcó, Gómez Espada y José María Cumbreño presentando "Cocinar el Loto" FOTO: Sonia Marques
En mi adolescencia, la edad del pavo que la llaman, y de la vergüenza ajena, comencé a ser consciente de lo poco apropiado, o incluso, me atrevería a decir poco práctico, que resultaba aquello de juzgar al prójimo a primera vista.
E insisto en definirlo cómo poco práctico por las continuas y repetidas equivocaciones con las que tropezaba al hacerme una idea de cómo podría ser una persona que acababa de conocer.
Al final resultaba casi divertido, y llegaba a pensar. “Este tío, menudo gilipollas, y seguro que al final va y hasta me cae bien...” y así ha sido en muchísimas ocasiones.
Conocer a Ángel Manuel Gómez Espada, mi archi-conocido amigo “el poeta”, quizás vendría a ser de las pocas excepciones que confirman esta particular regla, aunque siempre siguiendo la máxima que asegura que los mejores amigos son los que todavía están por llegar.
John Lennon insistía en que la vida es aquello que transcurre cuando te haces mayor, pero se le olvidó añadir que la gente a la que conoces y a la que llamas amigo, pueden sin duda contribuir a enriquecerla, e incluso como a él mismo le ocurrió, a modificar tu propio destino.
Hace alrededor de 10 años, inmerso en una escuela donde nos formábamos los que íbamos a ser la primera promoción de Croupiers en el complejo que nos ocupa, se nos avisó de la llegada de un nuevo monitor, que sin duda contribuiría a aleccionarnos sobre nuestra futura profesión.
Entre tanta seriedad y rigor a la que estábamos acostumbrados, Ángel apareció un día por las puertas con aquella corbata de Garfield y ese aura de juventud y frescura que nos embaucó y desconcertó casi a partes iguales.
En cuanto tuve ocasión de observarle, escuchar el sonido de su particular voz, su manera de desenvolverse y aquella sonrisa continua y casi contagiosa supe que sin duda era uno de los míos. “Este tío es un cachondo mental”, pensé, “haremos buenas migas”. Y así fue, aunque les confieso que jamás sospeché cuantas.
Angel Manuel Gómez Espada, escritor y poeta, cinéfilo, fotógrafo, melómano (aunque le echo en cara constantemente que no se ha detenido del todo en la discografía de los cuatro de Liverpool) y en especial, gastrónomo entusiasta, es sin lugar a dudas (y no lo afirmo yo sino la crítica especializada) una pluma fresca, ácida, nueva, irónica y hasta entrañable y poética, por lo tanto altamente recomendable.
No pretendo en este acto, porque entre otras cosas no sabría cómo hacerlo, realizar una introducción o profundo análisis de su brillante obra literaria, ni siquiera de la obra que hoy nos ocupa, este “Cocinar el Loto” ya que aunque dispusiera de tan peliagudo talento sería imposible que me mostrara imparcial.
Para tal fin tenemos la inmensa fortuna de contar hoy nada menos que con José María Cumbreño Espada, con quien es un innegable placer compartir esta presentación.
Pero sí les reconozco que desde que Ángel irrumpió en mi vida, ya no leo ni concibo la poesía de la misma forma.
Yo, que solo transigía con el bueno de Gustavo Adolfo, el poeta de los enamorados, o con las inspiradoras coplas de Jorge Manrique, o si acaso los sonetos de Quevedo, y en algunas ocasiones con San Juan de la Cruz, he aprendido de la poesía de Ángel muchas cosas y algunas de ellas me emocionan profundamente.
Sin duda, la más importante, como él siempre insiste, es que la vida es una cerveza con los amigos, o un vino, que de eso él sabe bastante, y doy fe de su magnánima bodega, compartida siempre con sus seres queridos.
La otra, y no de menor relevancia es la que asegura (y no puedo estar más de acuerdo) que los seres humanos somos necesariamente mucho más dichosos buscando y hallando la felicidad en los placeres más sencillos.
En las primeras páginas de este libro nos encontramos con una cita de Juan Cuetos que paso a leerles:
“Cuentan las leyendas del norte de África que cuando un extranjero come el fruto del loto se olvida de su patria. A esos amnésicos los llaman lotófagos y esfama que siempre fue el postre preferido de la raza de los cosmopolitas”.
Al igual que afirma José Daniel Espejo en el prólogo no creo que exista ese loto para Gómez Espada, ni siquiera yo, tintinófilo reconocido, me lo imaginaría en el Loto Azul, aquel fumadero de opio para olvidarse de nadie o de nada.
A Ángel siempre me lo imagino paseando, fotografiando personas o lugares, o quizás observándolos desde un banco en un parque o en cualquier café y de ahí nace sin lugar a dudas esta particular poesía, que más que poesía no deja de ser una vez más, una manera de entender y disfrutar la vida.
Así como mi querido Tintín nunca olvidará aquel encuentro en Sildavia, donde escuchó por primera vez a la Castafiore interpretar el Aria de las joyas del “Fausto” de Gounod, yo nunca podré olvidar aquellos primeros encuentros con Ángel Manuel Gómez Espada, en los que pasamos de profesor/alumno, a compañeros, y poco más tarde a amigos de toda la vida.
Espero que el tiempo, ese puñetero fiscal implacable, nos permita seguir cocinando juntos mucho tiempo, el loto y lo que haga falta.
Mis humildes versos nunca estarán al nivel de los suyos, pero él, como buen poeta, sabe que las palabras llegan más hondo al corazón cuando son tan limpias y puras como la nieve.
Un momento de la presentación de "Cocinar el Loto" de Ángel Manuel Gómez Espada. FOTO: Sonia Marques
Anímense a cocinar el loto con “el poeta” y un último consejo, vayan haciendo hueco en la estantería, porque la obra de Ángel les gustará, y este cocinar el loto no es sino uno más en su extensa obra bibliográfica.
Discurso de Enrique Falcó en la presentación de Cocinar el Loto, de Ángel Manuel Gómez Espada. Badajoz 13 de Junio de 2014. Gran Casino de Extremadura. Salón Mérida.