¿Por qué es más fácil cargar con la culpa que pedir perdón?
Culpabilidad: un sentir que sin duda, se reviste de connotaciones negativas. Sentirse culpable es desagradable, incómodo, molesto o doloroso, pero sobre todo, se nos asocia con la impotencia.
Hemos hecho algo y no podemos volver atrás y evitarlo y tampoco podemos resolverlo. Con lo fácil que parece dejar todo en el pasado y dedicarse a ser feliz. Pero no, ahí está la puñetera culpa, que nos recuerda que tenemos consciencia y conciencia.
La culpa de la que voy a hablar hoy, es una de las culpas más comunes y populares. Se trata de la culpa de haber causado daño a alguien, en especial a un ser querido. Es, quizás, uno de las culpas más comunes y populares. Cargamos con ese sentimiento de culpa porque en cierto modo es una forma de compensar ese dolor que infligimos o creemos haber infligido.
Si pasamos una mala racha o no nos va bien, o tenemos problemas, la culpa nos recuerda que en el fondo nos lo merecíamos. Que no hemos pagado suficientes puntos de karma como para merecer relajarnos y ser felices de una vez.
A veces, ese sentimiento de culpa es tan potente y persistente, que realmente impide que asumamos las buenas experiencias con libertad. Nos llegamos a boicotear. El pasarlo mal deja de ser una circunstancia y se convierte en un destino. Como héroes de la mitología clásica, estamos presos del fatum.
La culpa tiene dos expresiones: la activa, que es el perdón y la pasiva, que es el remordimiento. Pero sentirse culpable es mucho más fácil que perdonar o pedir perdón. Pedir perdón requiere huevos y ovarios y perdonarse requiere evolución y aprendizaje.
El remordimiento no sólo no requiere que hagamos nada de particular, sino que además, la culpa es un sentir aceptable, correcto e incluso popular. Es como si sentirnos culpables fuese la demostración fehaciente de que no somos malas personas, a pesar de haber hecho algunas cosas mal.
Además, hay cierta carga romántica en el sentimiento de culpa. Las historias de ficción están llenas de personajes interesantes de lo más atormentados por cosas que hicieron en el pasado que llenan de sombras sus presentes, pero apenas recordamos narraciones memorables en torno al hecho de dejarse de zarandajas y pedirle perdón a alguien.
Atormentarse además sirve de excusa para un montón de cosas y aunque no es agradable, es cómodo y ya sabemos que en general nos tira más lo cómodo que lo agradable.
La culpa, a veces, parece imposible de resolver. Porque no hay nadie a quien pedir perdón ya o porque los hechos están más pasados que la manzana de Guillermo Tell y no viene al caso. Sin embargo y a pesar de las ventajas de ser un romántico ser atormentado, nos cansamos de sentirnos culpables. Porque la vida cada vez transcurre más rápido, porque perdemos a otros seres queridos, porque nos queda menos tiempo y sentimos la imperativa necesidad de aprender a vivirlo mejor. Y porque sí, nos sentimos culpables porque no somos mala gente y porque es hora de plantearlos lo de intentar ser felices (o por lo menos, estar en paz) de una buena vez.
Entonces empieza lo bueno. Deshacerse de un sentir que te ha acompañado durante quién sabe cuánto tiempo y que casi parece formar tan parte de tu personalidad como tu nariz o tu dedo gordo del pie, no es tan fácil.
La culpa y aquello que la causó, debería ser llamada a examen, como un escolar díscolo que se escapa de clase cada vez que le toca salir al estrado.
Preguntémonos quienes éramos cuando causamos el daño, cómo nos sentíamos, qué nos movía.
Preguntémonos si hay responsabilidad real en nuestra situación. Si realmente esta culpa deriva de una acción nuestra o de un lenguaje emocional que incorporamos desde la infancia.
Preguntémonos en tercer lugar si seguimos siendo los mismos que cometieron el daño. Si hemos cambiado, si esa circunstancia nos ha hecho crecer y ser conscientes de lo que no volveríamos a hacer. O en cambio, si no hemos conseguido avanzar desde ahí.
Por último preguntémonos si está en nuestra mano ponerle solución a día de hoy.
Si no es así, si no hay posibilidad de ser perdonados, necesitamos buscar otra vía. La vía de la redención.
La redención es una forma de compensación que nos aporta un objetivo, no un ejercicio de inútil masoquismo emocional que nos mantiene anclados a las mismas neuras por siempre jamás.
La misión de redimirnos no ha de ser castigarnos a pasarlo mal hasta que estemos tan machacados y heridos que no haya sitio para la culpa, ni para el amor, ni para nada de nada.
Entre otras cosas, porque si estamos fatal, si nos sentimos una mierda humana sin derecho a la vida, no sólo no avanzaremos, sino que nuestra energía no será beneficiosa ni para nosotros mismos, ni para las personas que tenemos al lado.
Como veréis, el camino a la redención es y debe ser muy personal para cada uno. Pero si cargáis con la culpa como una cruz que nunca aligera la carga, si no sabéis cómo dejar de sentiros así, no lo dudéis. Buscad aquello que cree luz en donde antes había oscuridad, aunque ese bien llegue a otros lugares. Pues en todas partes hay heridas, hay dolor, hay tristeza, carencia y necesidad y en todas partes se necesitan personas dispuestas a curar, a aliviar, a dulcificar, a escuchar.
Por cada acción en la que la energía de la culpa se transmute en algo que nos ilumine, vamos a intentar llamar al perdón y dejar que entre en nosotros y encuentre su lugar.
Os resultará mucho más fácil aceptar el perdón hacia vosotros mismos en estos momentos en los que estáis dando. Y con ello, abriréis las puertas para recibir el amor, la alegría y la paz que, aunque no lo creáis, os merecéis.
Quizás la clave final de resolver nuestras culpas resida en darnos cuenta de que autocastigarnos, sólo prolonga el daño que causamos. Y perdonarnos, no sólo es positivo para nosotros, sino también para todos los demás.
Yo no busco la redención de las consecuencias de mi pecado. Yo quiero ser redimido del pecado en sí, o mejor dicho, incluso del pensamiento mismo del pecado. Hasta que alcance ese fin, me sentiré satisfecho de sentirme angustiado.
(Mathama Gandhi)
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