Afortunadamente, cada vez hay más personas y organizaciones que empiezan a ser conscientes de la importancia de integrar nuevas competencias profesionales más acordes con el nuevo paradigma del trabajo del conocimiento. Un paradigma que, por otra parte, no es ni mucho menos nuevo. Ya a mediados de los años 50 del siglo XX fue magistralmente descrito por el llamado «filósofo de la administración», Peter Drucker, que nos dejó joyas como «no hay nada tan inútil como hacer con gran eficiencia algo que no debería haberse hecho en absoluto», o «gran parte de lo que llamamos gestión consiste en hacer que sea difícil para la gente trabajar».
Durante las últimas décadas, hemos estado luchando con la llamada «gestión del tiempo», una forma de trabajo surgida durante la Era Industrial para optimizar la eficiencia de la producción. Fue entonces cuando surgieron conceptos como la «mejora de la productividad», entendida como el aumento de la cantidad de piezas producidas por unidad de tiempo. Lo producido era siempre algo físico, tangible, que se podía contar. Y el tiempo se podía medir. Así que calcular la productividad era algo bastente simple.
Mientras el trabajo fue principalmente manual, el concepto de productividad industrial ayudó a que muchas fábricas aumentaran su producción hasta extremos nunca antes vistos, y nos ha llevado a una economía globalizada en la que las cosas son cada vez más baratas y de más calidad. Desde luego, no estaríamos donde estamos como sociedad de no haber sido por la gestión del tiempo.
Pero en algún momento a medidados del siglo XX las cosas empezaron a cambiar, silenciosamente. Poco a poco empezaron a surgir más y más empleos cuya materia prima ya no eran cosas tangibles, sino algo mucho más escurridizo y desconocido hasta ese momento: el conocimiento. Y a falta de algo físico que contar, muchas organizaciones empezaron a contar lo único que podían seguir contando fácilmente: el número de horas trabajadas. Así, se instaló en la mente de muchos managers la idea de que la productividad de un trabajador era directamente proporcional al número de horas que pasaba en la oficina. Y ya todos sabemos a dónde nos ha llevado eso.
Junto con ese concepto de productividad industrial adaptado con calzador, se perpetuó también la forma de trabajo basada en gestionar el tiempo, que se había venido utilizando durante décadas en lugar de una forma de trabajo orientada a la gestión de la atención, que es lo único que le puede servir a alguien que tiene que sacar provecho del conocimiento.
Así que durante décadas estuvimos «sufriendo» técnicas de trabajo totalmente inútiles como la matriz de Eisenhower, la planificación de tareas, los sistemas de priorización ABC y un largo etcétera, popularizados por los grandes gurús de la gestión del tiempo de la última mitad del siglo XX. Técnicas que, dada su inutilidad en el trabajo del conocimiento, generaron y siguen generando muchísima frustración a un gran número de profesionales, que se quedan con la idea de que no son lo suficientemente buenos para hacer su trabajo.
La situación evolucionó muy poco durante más de 50 años, con algún que otro intento por parte de algunos estudiosos por ofrecer alternativas válidas a la gestión del tiempo. Así, por ejemplo, a finales del siglo XX se popularizaron los «7 hábitos de la gente altamente efectiva», de Stephen Covey, que a pesar de tener algunas ideas muy interesantes, seguía muy influenciado por conceptos heredados de la gestión del tiempo.
No fue hasta el año 2001 que surgió una alternativa real, totalmente nueva y adaptada al paradigma que describió Peter Drucker cincuenta años atrás. Un casi desconocido David Allen publicaba, a regañadientes, su libro Getting Things Done, en el que recogía el resultado de sus investigaciones y la experiencia de años haciendo coaching y mentoring para la mejora de la productividad personal de cientos de directivos de las empresas más grandes de Estados Unidos. En él incluía ideas casi heréticas, como el modelo bottom up para mejorar la productividad personal —que dice que antes de considerar tus metas y objetivos tienes que ganar control de tu día a día—, y hacía hincapié en la necesidad de construir una memoria extendida, o aprender a fluir, en lugar de planificar, para adaptarnos a las circunstancias siempre cambiantes del trabajo.
Pero claro, una cosa es presentar un corpus de ideas más acorde con las necesidades del trabajo moderno, y otra muy distinta hacer que esas ideas sean asimiladas por las organizaciones y profesionales, y se generalicen como en su día se generalizó el modelo de la gestión del tiempo. Han tenido que transcurrir quince años desde que Allen presentó su modelo para que GTD comience a ser percibido por los managers como el modelo que estaban buscando desde hace tiempo para atacar el problema de la productividad en el trabajo del conocimiento.
Hoy en día, no sólo existe un gran consenso sobre los altísimos resultados que se pueden conseguir trabajando de acuerdo a los principios que subyacen de GTD, sino que además se han presentado evidencias relacionadas con la ciencia cognitiva que explican por qué funcionan. Después de 65 años desde que Drucker pusiera el dedo en el yaga, ya nadie duda de que para ser un buen trabajador del conocimiento debes olvidarte de intentar gestionar el tiempo, y en su lugar tienes que aprender a gestionar tu atención.
Surjirán modelos mejorados de GTD en los próximos años, pero una cosa está clara: los principios sobre los que se asienta la metodología de David Allen son universales, nunca cambiarán y estarán presentes en cualquier otra metodología de productividad personal nueva, presente o futura. O como dice el mismo Allen, una misión tripulada a Júpiter en 2019 seguirá utilizando los mismos principios para asegurarse de que las cosas se hagan de la manera más eficiente posible.