Cuando echo la vista atrás y recuerdo las lecturas obligatorias del instituto, me siento una persona afortunada. Tuve la suerte de que mis profesores supieran mejor que nadie que no es bueno obligar a los alumnos a leer clásicos en castellano antiguo, cuyos temas ni les atraen, ni les motivan a seguir buscando historias una vez terminada la obra de turno. Así pues, leí muchas novelas juveniles del momento, principalmente españolas y catalanas, aunque también cayó alguna extranjera.
Novela juvenil pura y dura a un lado, hay clásicos contemporáneos que a partir de los catorce años pueden ser una buena opción para deleitarse con la lectura y a la vez introducir el contexto histórico en el que vivieron los
autores. El ejemplo más claro de ello son las Leyendas de Bécquer que todos hemos leído, aunque también recuerdo con cariño dos obras de teatro de Antonio Buero Vallejo, Historia de una escalera y Un soñador para un pueblo, fáciles de leer y con tramas argumentales atractivas. Hablando de teatro, La dama del alba (Alejandro Casona), además de asustarnos un poquito, nos dejó un regusto muy agradable.Cambiando de tercio, a los dieciséis años y con la entrada al bachillerato, se produce una transición y el adolescente puede afrontar novelas plenamente adultas (y disfrutarlas). Hay un problema llamado selectividad que a veces marca lecturas obligatorias un tanto sesudas, y tal vez por eso es más importante que nunca rellenar el resto de trimestres con libros que de verdad puedan embelesar a los alumnos. En mi caso, saboreé con gusto la intriga y la originalidad de La verdad sobre el caso Savolta (Eduardo Mendoza), me adentré en la Colometa de La plaza del Diamante (Mercè Rodoreda), acompañé al
Pijoaparte por las calles de Barcelona en Últimas tardes con Teresa (Juan Marsé) y me enamoré del realismo mágico hispanoamericano con Como agua para chocolate (Laura Esquivel). Una mención aparte merece Cien años de soledad (Gabriel García Márquez), que cautivó a quienes ya teníamos cierta afición a la lectura, pero por poco provocó suicidios entre los demás (“ese tocho”, “qué aburrido”, “no se entiende”, “me pierdo”), por lo que deduzco que no es la mejor opción para estas edades. Los que sí pueden estar bien son Nada (Carmen Laforet) y Matar un ruiseñor (Harper Lee), dos exquisiteces que degusté por mi cuenta y que por sus temas e importancia social no desentonarían al lado de las anteriormente citadas. Por último, quiero dedicar unas palabras a las modas actuales. ¿Cómo debéis afrontarlas los profesores? ¿Hay que quemar Crepúsculo y a sus secuaces? Desde mi punto de vista, vale la pena aprovechar el auge de la literatura juvenil para convertirla en vuestra aliada: tal vez los vampiros románticos no son la mejor opción para comentar en clase, pero las distopías hacen pensar y al mismo tiempo presentan tramas de lo más llamativas para el joven lector. Adorada Jenna Fox (Mary E. Pearson) y Luzazul (Carmen Fernández Villalba) son dos buenos ejemplos de ello, y además son autoconclusivas. En casa, los padres podéis comprarles las sagas que nunca leerían en el aula. Al fin y al cabo, lo importante es leer, y leer un Crepúsculo hoy puede ayudar a entender El Quijote mañana.