BLACK SWAN
Darren Aronofsky
EE.UU., 2010 Escrito por Carlos Esquives
¿Cuándo una película de terror puede ser efectiva? Una de sus formas efectivas –y es que existen miles de fórmulas –es la de sugerir, nunca descubrir. El juego del pánico está en nunca manifestar por completo la figura o el rostro del terror. Al espectador se le ofrece apenas una antesala, lo resto, él se lo imagina. No hay peor pánico que nuestras propias mentes, lugar donde nuestros mayores miedos se albergan y toman formas distintas, siempre girando en torno a nuestros temores. Nina Sayers (Natalie Portman) está viviendo una película de terror, el hecho es que gran parte de sus vivencias no son reales. El cisne negro, de Darren Aronofsky, es un thriller psicológico, ya de por sí, un filme que evoca el terror, este provocado por la insanidad mental, la paranoia y la obsesión.
Nina es una bailarina profesional pendiente de una gran meta: alcanzar un nivel de perfección. El director de ballet Thomas Leroy (Vincent Cassel) está convocando a un grupo de ballet a participar en una nueva versión de “El lago de los cisnes”. El personaje de la Reina Cisne es el rol más ambicioso. Independientemente del papel, Nina quiere ser perfecta, esa es su verdadera meta, lograr lo que, por ejemplo, Beth (Winona Ryder), una reconocida bailarina, hoy retirada, ha alcanzado en medio de aplausos y halagos del público. Nina es una excelente bailarina, una de las candidatas más fuertes para alcanzar el papel preciado, sin embargo, hay algo en su mirada que parece extrañarla, hay un leve brillo de temor en sus ojos que no dejan de mirar de un lado a otro, y lo más extraño, es que existe una omnipresencia que parece aproximarse a ella, algo que no puede ver, sino presiente, esto la perturba.
El terror se aproxima.
Esa mañana Nina soñó que ella era el Cisne blanco y detrás, el Mago oscuro la perseguía de un lado a otro en medio de un salón apenas iluminado por un halo que encendía sus pasos, sus movimientos. Lo mencionado es la primera escena. Desde un inicio, Aronofsky nos muestra la imagen de una dócil muñeca de porcelana que brinca de un lado a otro rumbo a sus ensayos de baile, temerosa de algo que se aproxima, que se oculta en los estrechos de las calles o se refleja en los vidrios del metro. El personaje de Nina de inicio observa lo que parece estar por encima de su hombro. No se sabe si ciertamente siempre ha sido así o fue el sueño que ella tuvo, el origen de este pesar. La bailarina es capaz, muy a pesar, no deja de temer que exista la posibilidad que alguien esté por encima de ella. La llegada de una nueva bailarina la inquieta, la posibilidad que elijan a Verónica –una de las más aptas del grupo –le preocupa, la presencia de Beth le causa envidia.
A pesar de que Nina sabe que la experimentada bailarina no volverá a participar dentro de ese grupo de danza, ella quiere su lugar, no por ser el centro de atención ni por haber sido la amante del director de ballet, sino porque es perfecta en su danza, o al menos, está cercana a eso. El día de la prueba sucede y Nina ha fallado. Ella no podrá ser la que represente a la Reina Cisne, personaje que tendrá doble rol, interpretando al Cisne blanco y al Cisne negro. Según la historia, ambos una misma persona, sólo que opuestas, una sana y pura, la otra oscura y pasional, dos personajes inversos que evocan de una misma persona. Nina es perfecta para el rol del Cisne blanco, sus pasos son meditados y estilizados, sin embargo, el Cisne negro es distinto, una performance menos forzada, más liberada, más rebelde. Thomas no acepta la rigidez de Nina, algo que no está al ritmo del Cisne negro. Lo cierto es que la bailarina en verdad no podrá hacerlo.
Su ritmo y baile es natural, ella es pura, de apariencia virginal. Su contexto está rodeado de peluches y mimos maternales. Su madre le dice “mi pequeña niña”, y ella responde con una sonrisa. La presencia maternal es fundamental en Nina. Es un ser presente y omnipresente, desde el espacio hogareño hasta en el timbrado de un celular –el equipo nunca reporta ninguna otra llamada que no sea el de la madre. Se nos viene a la mente filmes de Hitchcock, donde la presencia de la madre es castrante y la imagen paternal está ausente. Erica (Barbara Hershey), la madre de Nina, es como el Cisne un ser ambiguo, posee ese lado dulce y maternal, pero también ese lado patriarcal, propio de un padre, actitud que, sin embargo, a manos de la madre es más lapidario y conservador. Ello es lo que causa en Nina su infructuoso baile cuando intenta interpretar al Cisne negro, un ser liberado de manipulaciones, un ser instintivo e impulsivo. La presencia de la madre lo acecha, desde su diario hasta en su intimidad, la sexual sobre todo. La imagen de la madre es como la de un fantasma que se presenta repentinamente hasta en los momentos más inoportunos, aquellos cuando la bailarina desea alcanzar el goce sexual con su propia mano.
El dilema está entonces; convertirse o aparentar ser otra. Nina en inicio decide por esta última. Ella ha hurgado entre las cosas de Beth, la bailarina que tanto admira, y ha sustraído unas cuantas de sus pertenencias; le está robando su identidad. Nina piensa que no es capaz de brotar ese espíritu maligno muy contrario a su carácter. Es así como ella se disfrazada de Beth, peinándose con su mismo cepillo, echándose su misma fragancia perfumada y usando los mismos labiales. Ella se presenta enfrente de Thomas fingiendo ser Beth, fingiendo tener la imagen de alguien que no es, o más bien, parecía no serlo. Un arrebato de Nina por esquivar la violenta seducción del director de ballet ha provocado en el mismo Thomas ver ese lado oculto de Nina. Luego de intentar robarle un beso, la frágil muñeca le ha mordido el labio y él se ha quedado cautivado. El Cisne blanco dejó salir al Cisne negro. El papel es para Nina y es entonces cuando los temores y sus mayores miedos relucen.
Su obsesión se ha incrementado.
Tiene el papel, pero aún no tiene la perfección. La dificultad de no poder performatizar de la mejor forma al Cisne negro le es lejana, inalcanzable. Thomas grita, se enfada, parece arrepentirse de haberla elegido. Nina cae en desesperación, se encuentra ansiosa, está deseosa de querer experimentar el lado perfecto, que a su vez es el lado perverso, negativo, destructivo, es por esto mismo que ella se hace daño, se autodestruye, se rasca, se magulla, se desgarra la piel. Nina sufre el trauma de la “pulsión de muerte”, desea conseguir el goce a través del daño físico ya que se siente incapaz de poder gozar desde sus vivencias, desde su rutina, desde su sexo. Cómo abrirse sexualmente si su madre tiene su sexo en prisión, la empuja a la inocencia, le hereda su frustración. Ella tiene que ser lo que mamá no pudo complementar, y para ello debe de haber disciplina, debe de haber control, debe de haber manipulación. A Nina, además, le preocupa un mayor detalle, el ente que parecía perseguirla se ha manifestado. Es Lily (Mila Kunis), la bailarina recién llegada, la extranjera, la huésped, la parásito. Pero cuáles son sus verdaderos propósitos. Lily se presenta como una chica con buenas intenciones, ella sólo quiere hacerse su amiga. Le conversa, la piropea, le invita a salir, le saca a comer, le ofrece un trago, drogas, la está haciendo conocer un lado desconocido, el lado oscuro, el camino del Cisne negro. La resistencia de Nina es natural, pero luego de observar a su tiránica madre ella termina por ceder; no quiere terminar como ella.
Nina en una noche ha probado desde drogas hasta su lado sexual más ignorado. La mirada lésbica, más que un gusto sexual, está representado aquí como una liberación total, una reacción rebelde, como gritando al cielo, luego de haber estado por años recluida a una rutina de abstinencia sexual, totalmente reprimida. Las cosas han cambiado, Nina ya no es la misma, en actitud y emocionalmente. Ahora es más voluble, logra enfrentar a su madre. La hija ahora maneja la situación. Asimismo, sus intranquilidades se suman, además de seguirse lastimando inconsciente y conscientemente, presiente que Lily quiere robarse a su personaje.
Ella tiene las “alas negras” dibujadas en su espalda. “Ahí está la prueba”, seguro se dice Nina, “ella desea ser el Cisne negro; mi personaje”. Cada vez que Nina se ausenta, Lily está tomando su lugar, está riendo, está gozando, seduciendo, vendiendo su sexualidad, algo que Nina está a un paso de convertirse. Nina ha cambiado y sigue cambiando. La bailarina está transformándose, se está convirtiendo en el Cisne negro, las plumas negras brotan de su cuerpo, así como la escamosidad de su piel, tiene ahora una doble personalidad.
Es preciso mencionar aquí la presencia de los espejos, algo también muy citado por Hitchcock, un empedernido de los personajes falsos, de doble cara. Donde vaya Nina hay un espejo esperándola, mirándola, banalizándola, la vanidad de la bailarina va in crescendo –así como los tonos de Tchaikovsky –, y su imagen se desdobla, su reflejo asume un comportamiento independiente, eso significa que la bailarina está a un paso de la perfección, solo necesita eliminar a su enemiga, aquella que le impide ser el Cisne negro, aquella que le impide actuar con desenfreno, con sensualidad, al ritmo de su sexo.
La historia de la pieza de ballet cuenta que el Cisne blanco, al final de la obra, se sacrificará, ello con intención de alcanzar la suprema felicidad, la perfección. El cisne negro finaliza con el mejor baile, la mejor rigidez, la mejor elasticidad, el mayor desenfreno, la mayor rebeldía, ello conseguido a través del sacrificio, de la autodestrucción.
Aronofsky no ha extraviado su ruta temática.
El cisne negro es por un lado el perfil obsesivo de la humanidad, como ocurre en la imagen de un matemático obsesionado por descubrir el origen del caos universal, tal como sucede en la ópera prima de Aronofsky, Pi (1998). Así también, El cisne negro es alcanzar una meta lejana, casi imposible, como la que ocurre en La fuente de la vida (2006), donde un hombre tiene la capacidad de manipular el espacio y el tiempo. El personaje de Nina, así como los personajes de Réquiem por sueño (2000), cambian y evolucionan a través de sus deseos y sueños en medio de una realidad distorsionada, confusa y surrealista.
Por último, el personaje principal de El luchador (2008) es el lado apasionado del artista, impulsado por su habilidad, sea en medio de una lona de lucha o en la pista de baile, ambos en sus respectivos desenlaces están dispuestos a asumir un sacrificio. La estética de Darren Aronofsky continúa con esa mirada objetiva. La cámara nunca se aparta del personaje de Nina, se encuentra adherida a ella, siguiéndola, acechándola, como incentivando su paranoia. La fotografía es más opaca a diferencia de los matices vistosos de Réquiem por un sueño o La fuente de la vida donde el contexto es más enfático. El mundo de El cisne negro, sin embargo, es un mundo turbio, oscuro, una historia de pesadilla donde lo mental y lo terrorífico no están alejados el uno del otro.