Arpías que se mean en la cara de las de Salem
Nota: 7'5
Lo mejor: el uso de una frenética comedia de terror para parodiar la guerra entre sexos.
Lo peor: el repentino bajón de ritmo provocado por un desenlace que se prolonga demasiado en el tiempo.
En
el inicio de los tiempos, las mujeres eran consideradas la encarnación
del pecado. Posteriormente, fueron tenidas como brujas y perseguidas por
la Inquisición. Después llegó algo mucho peor: fueron relegadas a amas
de casa. Y ahora que parecía que todas esas etiquetas negativas habían
desaparecido, Álex de la Iglesia vuelve a colocarles el palo de la escoba entre las piernas -con perdón de la Bang-
para llevar a la gran pantalla un gamberro y cachondísimo retrato de la
eterna guerra entre sexos a través de un personaje sobrenatural propio
del folclore popular y, además, de raíces vascas en este caso concreto,
resucitado hasta la modernidad como vehículo conductor de una trama que
incluye un humor bestial, una acción desenfrenada, unos personajes
desternillantes y el mejor homenaje patrio que se le podría dedicar al
género.
Las Brujas de Zugarramurdi viene en el momento más oportuno para demostrar que hay otro cine que no
lleva el apellido de Almodóvar, Trueba o Coixet, sino que lleva los de
Urbizu, Monzón, Plaza y Balagueró o en este caso, De la Iglesia; para reivindicar también que los creadores sin miedo son los únicos
capaces de atraer -y además sin emigrar- a una audiencia considerable
en unos
tiempos en los que los largometrajes sobre la Guerra Civil o el paso de
un infante a la madurez durante la España franquista se han quedado
estancados y anticuados; y ello queda demostrado en unas cifras de
taquilla a nivel nacional e internacional que dejan patente que nuestra
industria debe empezar a salir de la tradición y lanzarse de pleno a una
piscina innovadora en la que ya no sólo compite Hollywood, sino que
nadan con el acelerador puesto muchos otros que son conscientes del
camino que ha de seguir su producción. No como nosotros, que seguimos
enviando a los Óscars a cineastas tan disonantes como Gracia Querejeta (sin desmerecer más de lo necesario).
Precisamente,
el camino de la modernidad, el entretenimiento sin pretenciosidad y la
cercanía al público actual, es la
vía que ha tomado la última obra de De la Iglesia, que contiene lo mejor del realizador y nos devuelve a ese director bilbaíno que nos faltó en su anterior producción, La Chispa de la Vida (crítica aquí), recuperando a ese cabroncete virtuoso genio de la diversión y la mordaz ironía mostradas en Acción Mutante, El Día de la Bestia o Balada Triste de Trompeta;
ése que no busca grandes reflexiones sobre la sociedad y la vida
humanas, que no quiere encontrarle tres pies al gato, ni husmea en dobles
sentidos; ese tío cercano
que sólo pretende ofrecer un entretenimiento sin parangón al espectador y
que para ello se vale de su talento, su ilimitada imaginación y de los
medios que le ofrece el séptimo arte.
De
esas ganas de disfrutar de un buen rato, de apartar la filosofía y,
sencillamente, gozar de su profesión, nace la última criatura del
cineasta. Esa desvergonzada actitud y gamberrismo se percibe desde un
prólogo arrollador que introduce a los personajes a través de un torpe
atraco a un "Compro Oro" en el que la acción y el humor están servidos
en una bandeja que, si apuramos, recuerda a los golpes a punta de
pistola del mejor Guy Ritchie de Lock & Stock/Snatch o al Quentin Tarantino de Reservoir Dogs. A partir del atropellado robo, iniciamos una huida con los delincuentes, un padre divorciado (Hugo Silva) y su hijo pequeño junto a un analfabeto relaciones públicas de discoteca (Mario Casas), quienes secuestran a un taxista (Jaime Ordoñez) y al cliente del mismo para emprender la escapada. Mientras, la madre del crío (Macarena Gómez) y una pareja de agentes (Pepón Nieto y Secun de la Rosa) tratarán de darles caza. Todos, perseguidos y perseguidores, acabarán su periplo en el inquietante pueblo de Zugarramurdi, donde caerán en manos de unas sanguinarias brujas (Carmen Maura, Carolina Bang, Terele Pávez) con muchas ganas de vengarse del género masculino.
Por
supuesto, toda esta alocada historia proporciona unas posibilidades
tremendas a la hora de confeccionar un guión, fruto de la colaboración
entre el habitual Jorge Guerricaechevarría (Acción Mutante, El Día de la Bestia, Celda 211) y
el vizcaíno, de lo más bastardo que permite jugar con las visiones
dispares y eternamente enemistadas de hombres y mujeres, con las típicas
rencillas de pareja o con la existencia del odio entre ex derivado de
los divorcios. Pero no sólo caben las burlas para los asuntos maritales y
sentimentales, sino que además se añade la cancha que ofrece el contexto vasco o los mismos estereotipos de los caracteres, muy propios de nuestro panorama actual, como el poligonero encarnado por Casas, el dúo de policías o la joven enamoradiza interpretada por Bang, todos ellos conformando una desternillante y burlesca fotografía de los iconos presentes hoy día en nuestra sociedad, a lo ensayo literario del Larra más mamón
Es
ahí donde entra en juego el trabajo de un reparto realmente efectivo en
el que cada uno, hasta el protagonista del mojabragas que fue A 3 Metros Sobre el Cielo,
sabe defender su rol y no caer en desgracia, sino fusionarse con sus
respectivos papeles y arrancar una carcajada al espectador cada dos
minutos de metraje en una cachonda bacanal del humor que no parece tener
fin y al que además se apuntan otros carismáticos juerguistas como Carlos Areces, Santiago Segura, Enrique Villén, Javier Botet o María Barranco.
Desgraciadamente,
todo tiene un desenlace y ciertamente las risas se apagan una vez
alcanzado el último acto de la cinta que, no tan rápido, amigos, también
tiene sus notas positivas. Porque aunque bien es verdad que el ritmo
frenético en el que nos movíamos durante casi toda la película pega un
frenazo repentino al llegar a su cuarto de hora último, hay que valorar
de ese cierre en forma de akelarre, que como un déjà vu de Balada Triste de Trompeta, se prolonga demasiado en el tiempo, su acertada escenificación al son de la genial composición de Mikel Laboa.
A lo mejor, Las Brujas de Zugarramurdi
carece de ese ejercicio de género profundo y reflexivo que muchos
aguardan de un realizador ya experimentado, cuya trayectoria natural
debería llevarle a ahondar en ciertas cuestiones que se supone que deben
subsistir en producciones propias de la veteranía. Algo así como un Rob
Zombie experimentando en el surrealismo y cascándose esa pajilla
personal titulada The Lords of Salem que no entiende ni el tato, pero que luego los críticos de turno
aplauden como obra magna. Amigos, es hora de dejar aparcado el
pensamiento contemplativo y abandonar esa máscara de erudición de la que
muchas veces pecamos, porque lo que ha logrado De la Iglesia también es cine y es mucho más divertido que ver en 500 planos el trasero de Sheri Moon. Doy fe.