La erupción definitiva del péplum como la nueva reina de la serie B
Nota: 3,5
Lo mejor: los últimos 20 minutos y la banda sonora.
Lo peor: un guión que cabe en la etiqueta de un bote de champú y un 3-D que hace más mal que bien.
La fantasía histórica, capaz de combinar la ausencia de ropa que propicia el péplum con el festival de efectos especiales que se puede permitir hoy en día cualquier superproducción al uso, ha evolucionado desde los tiempos de las marionetas y el cartón piedra hacia un híbrido entre el cómic, el cine, el videoclip y las cinemáticas de videojuego. Se trata de una fórmula puramente visual que se olvida de cualquier aspecto que no esté generado por ordenador, con infames ejemplos recientes como La Leyenda de Hércules o el reinicio de Conan, hasta alcanzar su máximo apogeo en Pompeya. Porque si la secuela continuista de una de las cintas que lo inició todo, 300: El Origen de un Imperio, se las ve y se las pelea para no caer en la ridiculez más absoluta, este refrito de Gladiator con toques de disaster movie difícilmente se convertirá en el nuevo referente del género; y menos en el título que merece la erupción más famosa del Vesubio
Sólo hace falta ver el tráiler de Pompeya para comprender que estamos ante un producto que no esconde sus referentes, muy alejados de películas sobre catástrofes reales, en la que la progresión del desastre y los peligros de la naturaleza suponen el principal obstáculo de los protagonistas, en favor de la resurrección de la acción histórica que nos trajo el "Hispano" de Russell Crowe y que rápidamente fue corrompida por títulos como 300 y sus derivados. Ya desde el prólogo, en el que el villano de la cinta asesina vilmente a la familia del protagonista, Pompeya evidencia sus pocas ganas de sorprender o innovar a nivel argumental, limitándose a pasar la papeleta hasta que el volcán estalle y comience la barra libre de efectos especiales. El problema es que antes hay hora y cuarto que tienen que llenar. Como sea.
La solución para justificar el desparrame de lava, terremotos y asteroides cargados de dinamita pasa por marcarse una historia de venganza al uso que estalla cuando el esclavo protagonista recae en la ciudad del título, en la que se celebran unos juegos auspiciados casualmente por su archienemigo. En realidad, el senador romano al que encarna Kiefer Sutherland no ha acudido a la urbe solamente para afianzar la reputación del nuevo emperador, Tito, sino que ha salido de Roma más caliente que la propia montaña, con la misión de seducir a la hija del principal comerciante de Pompeya (Emily Browning). El drama se incrementa, ya que se trata de la misma chica a la que le ha echado el ojo nuestro protagonista, con lo que todo pasa por una competición para ver cuál de los dos tiene la espada más larga. En medio, Adewale Akinnuoye-Agbaje (Thor: El Mundo Oscuro) encarna al primo del personaje de Djimon Hounsou en Gladiator, por si no habían quedado claras las intenciones por fusilar al clásico de Ridley Scott.
Kit Harington (Juego de Tronos, Silent Hill 2), degradado de bastardo a salvaje para la ocasión, cuenta en Pompeya como principal recurso con unos abdominales en los que podría vivir toda una familia de hobbits, y una vez despojado del sello HBO y vestido como la versión sadomaso de Máximo Décimo Meridio, se desvela como el héroe inexperto y vacío de carisma que es. No es que su estómago tenga más trasfondo que su personaje, sus habilidades de lucha sean inexplicables o su cuelgue por la hija del mercader resulte bastante gratuito, sino que se trata directamente de Jon Snow disfrazado para una fiesta del Orgullo e irrumpiendo en King´s Landing para asesinar al Lannister cabrón que decapitó a su padre. La ley del mínimo esfuerzo que sigue Kiefer Sutherland en su recreación de un villano más fascista que el propio Jack Bauer tampoco ayuda a levantar la función, y menos con el recuerdo del Cómodo de Joaquin Phoenix en la memoria. Sólo Jared Harris y Carrie Anne-Moss, como los padres neutrales del interés romántico de nuestro protagonista, están a la altura de las circunstancias sin que sus contribuciones, por escasas, ayuden a dignificar de alguna forma el resultado final.
Y es que no hay que olvidar que ésto lo dirige Paul W. S. Anderson, el máximo responsable de la saga Resident Evil, en el que es su proyecto más ambicioso hasta la fecha, fraguado después de que Roman Polanski desistiera de su visión más clásica del mismo relato. Como era de esperar, las aspiraciones narrativas de Anderson se descubren bastante alejadas de las que se le presuponen al responsable de El Pianista y Chinatown. El director de las infames Alien Vs. Predator y Los 3 Mosqueteros no se atreve en ningún momento a salir del ABC del género, demasiado ocupado en esparcir su caspa digital y ralentizaciones de cámara, hasta un punto de predecibilidad demasiado inocente, donde los malos son muy malos; los buenos, muy buenos; y en el que sólo es cuestión de tiempo que cualquier personaje que haya mirado mal al protagonista acabe aplastado por una roca llameante. Por lo menos, su recta final es todo lo espectacular que cabía esperar y encima denota una crueldad hasta cierto punto sorprendente, capaz de hacer sentir orgulloso al Roland Emmerich más oscuro, pero poco más se esconde bajo las cenizas de esta Pompeya en ruinas.