Revista Pareja

Cuando el infierno no son los demás

Por Cristina Lago @CrisMalago

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Las personas son malas. Me hicieron daño. No se puede confiar en nadie. Siempre me pasa lo mismo. Todo el mundo busca su propio interés. ¿Te reconoces en este discurso?

A veces, las otras personas parecen ser la fuente de todos nuestros males. No entendemos sus dudas, inseguridades, engaños, miedos o necesidades, principalmente porque no entendemos siquiera nuestras propias dudas, inseguridades, engaños, miedos o necesidades. Les castigamos o les rechazamos por lo que no nos atrevemos a ver en nuestro interior y creamos abismos que nos dañan, en lugar de construir vínculos que nos curen.

Existe algo en nosotros que nos impele a buscar las conexiones con otros seres humanos. El impulso que nos hace desear vincularnos a veces está tan herido por el miedo, que nos lleva a estrellarnos una y otra vez, con las mismas piedras. Y las piedras no son los otros. Son todo lo que arrastramos y que no hemos sabido enfrentar a lo largo de nuestra vida. En el momento en que decidimos que no somos víctimas, sino responsables, hay un despertar que nos sacude por dentro y nos hace enfrentarnos a la evidencia de que necesitamos un cambio.

La clave no está en seguir viciando nuestras relaciones con los demás proyectando en ellos aquello que no sabemos solucionar en nosotros: hay momentos en los que se impone una saludable distancia que permita encontrarnos de nuevo con la ineludible evidencia de que en este mundo, hemos venido solos y solos nos vamos a tener que ir apañando.

No saber estar solos significa que aceptaremos a personas que nos hagan bien o que nos hagan mal, así, indistintamente. Cuando si deseamos relaciones que sanan, deberíamos escoger con corazón y cabeza a quien queremos dejar entrar en nuestras vidas.

Rodearse de gente que nos aporte crecimiento, buena energía y bienestar parece, sobre el papel, la elección más lógica. Los niños pequeños, cuyas emociones no están contaminadas por los incansables intrusos de la mente, saben muy bien con quién les gusta estar y con quién no. Nosotros acallamos este instinto, que es natural y saludable, y lo sometemos a la necesidad de estar rodeados de alguienes. Así, en plural. A veces nos vale con que existan, se muevan, hablen, nos hagan caso de vez en cuando.

Otras veces exigimos que nos quieran como nosotros no hemos podido querernos. Vivimos como un eterno receptáculo vacío que una persona o personas indeterminadas deberían llenar y en el camino, vamos olvidando lo que somos, lo que fuimos y quizás, lo que querríamos ser.

Muchas personas llegan a un momento en su vida en el que vuelven la vista atrás y se preguntan qué fue de aquel chico o aquella chica que tenía ilusiones, sueños, metas, que era capaz de cruzarse la ciudad para ir a ensayar con su grupo de música, que leía un libro cada semana, que competía en torneos de tal cosa o tal otra, que tenía unas fuerzas, unas ganas y una vida que ahora parecen haberse diluido en un pasado cada vez más lejano e idealizado.

Y las personas de nuestro presente se transforman en amarras que nos impiden la vida que hubiésemos querido vivir. Nuestros padres, nuestras parejas, nuestros amigos o incluso nuestros hijos. No somos felices por su culpa. Son malos.

¿Por qué no reconocemos nuestra responsabilidad en lo que nos ha tocado vivir? Parte de nosotros quiere ser Peter Pan y vivir para siempre en las brumas de esa isla fantástica que era la juventud. Y otra parte quiere crecer, pero no tiene la menor idea de cómo se hace eso en una sociedad que parece diseñada para moldearnos al arbitrio de intereses ajenos a lo que somos y lo que sentimos.

Tememos la madurez como si éste fuera un reino infeliz, gris, sin esperanza. Y esa juventud estancada a la que ya no podemos regresar es nuestra verdadera cárcel.

Nuestro infierno no son los demás. Es nuestra propia inmadurez. Nuestra incapacidad de amoldarnos al presente. Nuestro miedo a la soledad. Son el ejército de sombras que todos llevamos dentro y aquello que empieza a hacerse dolorosamente real en cuanto empieza a no quedar nadie a quien echar más culpas.

La autoconsciencia es la mejor arma para empezar a librar la batalla más importante de nuestras vidas: aquella en la que nuestro mayor reto es aceptar que no somos mejores que los demás, que también les hemos fallado, que posiblemente habrá un montón de gente para la cual nunca demos la talla. Que los demás son raros, porque nosotros también lo somos. Que los demás se equivocan, porque nosotros también nos equivocamos. Que nada de esto nos hace indignos, o malos, o idiotas, sino humanos.


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