Revista Cine

Cuéntamela otra vez/XXXIV

Publicado el 17 mayo 2014 por Diezmartinez
Cuéntamela otra vez/XXXIV
Ha dicho David Bordwell que la crítica de cine centrada exclusivamente en la interpretación sociocultural -es decir, entender las películas como mero reflejo social/económico/político/cultural de la industria que las produce- puede llegar a nublar el juicio, de tal forma que dejan de usarse otras herramientas necesarias para la crítica de cine, sean los aspectos formales, estilísticos, genéricos y hasta autorales.Sin embargo, hay ciertas películas que es imposible dejar de verlas a través de este prisma reflexivo (de reflejar, pero también de reflexión) y una de ellas es Godzilla (Gojira, Japón, 1954), la cinta inaugural de la interminable saga sobre ese enorme reptil radioactivo que surgió de los mares nipones a mediados de los años 50. Y es que, más allá de su valor como cinta-emblema de las películas de monstruos gigantescos de la casa Toho, Godzilla es, acaso, la más grande metáfora fílmica que se haya realizado no sobre la guerra nuclear, sino sobre lo que pasa después de ella.El monstruo de marras es, en la cinta de 1954, un enorme largarto que mide 50 metros de altura y que proviene de la época cretácica. Escondido en las profundidades del mar, Godzilla es despertado por las pruebas nucleares que las potencias estaban realizando en el Pacífico -en el año del estreno de Godzilla, toda la tripulación de un barco atunero japonés fue alcanzado por la radiación de una prueba nuclear-, así que la susodicha lagartija sale molesta de su siesta y, después de aparecerse a los habitantes de la Isla Odo y posar para una fotografía mostrada por el profesor Yamane (el gran Takashi Shimura, protagonista de esa obra maestra llamada Vivir/Kurosawa/1952), se dirige hacia Tokio, destruyendo todo lo que se le atravieza en el camino.Vista 60 años después de su estreno, Godzilla funciona más como un sobrio melodrama bélico que como película fantástica con monstruo suelto en ristre. La devastación que deja tras su paso Godzilla -esas ciudades en ruinas, esos barcos volcados en el mar, ese fuego que consume los hogares, esa gente quen reacciona con un horror ya experimentado ("¿Otra vez a los refugios?")- no es solo un obvio reflejo de la destrucción sufrida en Hiroshima y Nagasaki, sino una descarnada metáfora del Japón derrotado de la posguerra, ese otrora poderoso imperio que apenas dos años antes, en 1952, había recuperado su independencia después de finalizar la ocupación americana. Por lo mismo, la única manera de detener ese monstruoso efecto de la radiación -y de la guerra- es con alguien que, de alguna manera, comparte el mismo origen de Godzilla: el atormentado y solitario científico y veterano de guerra Serizawa (Akihiro Hirata) quien, llegado el momento, usará su terrible invención destructora (una bomba de oxígeno, no de hidrógeno) en contra de la descomunal lagartija sobrealimentada, sacrificándose él mismo en el camino. Así, con las muertes de Serizawa y de Godzilla, se puede asegurar el futuro de la parejita sobreviviente -formada por la novia de Serizawa, Emiko (Momoko Kôchi), y por el valiente y noble Ogata (Akira Takarada)- que representa a un nuevo Japón que, se supone, no va a cometer los mismos errores de la anterior generación que vivió y sufrió la guerra. Aunque, claro, no falta el aguafiestas Profesor Yamane que advierte, en la última linea del filme, que no hay que cantar victoria, porque otro Godzilla podría aparecer en cualquier momento.
Cuéntamela otra vez/XXXIV
Y en efecto, así fue. Un año después de la película dirigida por Ishiro Hondâ, apareció la continuación respectiva a la que la han seguido otras 25 secuelas más, sin contar el mediocre remake gringo de 1998 dirigido por Roland Emmerich y, ahora, el recién estrenado reboot Godzilla (Ídem, EU-Japón, 2014), segundo largometraje de Gareth Edwards. Como acabo de anotar, la nueva Godzilla no es tanto una secuela ni un remake sino un reboot: un lanzamiento del mismo monstruo en otro contexto y en otra época, por más que no falten ciertos guiños claves a la saga, como el hecho de que el personaje interpretado por Ken Watanabe se apellide Serizawa, tal como el científico mártir de la cinta original; que el propio Serizawa se refiera al monstruo con el nombre japonés de Gojira y no Godzilla; que en el desenlace CNN se refiera a Godzilla como "el Rey de los Monstruos" -ese fue el título con el que se estrenó en Estados Unidos en 1956 una versión editada de la película japonesa con Raymond Burr como protagonista-; y que, en este reboot, Godzilla no es tanto una fuerza de la destrucción sino del equilibrio y hasta es protector de la humanidad, tal como Godzilla lo fue a partir de los años 60, cuando empezó a defendernos de aliens y de otros monstruos.Con un guión del casi debutante Max Borenstein, Gareth Edwards ha hecho con Godzilla una muy arriesgada película de monstruos gigantescos que funciona, de hecho, como una especie de secuela no oficial de su notable opera prima Monstruos, Zona Infectada (2010). Estamos ante una suerte de blockbuster elíptico y minimalista en el que apenas podemos ver a Godzilla darle en su progenitora a dos enormes campamochas que han revivido nomás para aparearse -ah, qué mostros tan vaciladores-, mientras la humanidad entera -representada por un reparto multinacional de primer nivel, como de película de desastres de los años 60/70- funge como mero testigo del monstruoso mega-tirito.La cuidadosa construcción dramática de la primera hora -la muerte de Juliette Binoche a los cinco minutos, motivo suficiente para que el viudo Bryan Cranston se vuelva paranoico; los signos ominosos que señalan el despertar de los maléficos monstruos cariñositos; la fugaz aparición del rugiente "depredador alfa" Gojira-, más los continuos escamoteos visuales por los que apenas atisbamos a los monstruos, provoca que cuando el botijón de Godzilla se encuentre finalmente con las dos enormes campamochas teniendo como ring la ciudad de San Francisco, la breve pelea (con todo y esa llave en la que Godzilla le abre el hocico a uno de sus oponentes) me haya provocado más emoción que la que debería. Con todo, por más que el blockbuster se quiera vestir de novedad y de seda, blockbuster se queda. Así pues, al lado de ese bien contruido desarrollo argumental casi spielbergiano de la primera hora, no faltan las peores servidumbres durante la segunda parte -una joven pareja protagónica (Aaron Taylor-Johnson y Elizabeth Olsen) con menos carisma que las dos campamochas gigantescas-, ni los traspiés más imperdonables en el manejo de un reparto que merecía mejores líneas y algo más que hacer, además de mirar con asombro hacia arriba -¡ese desperdicio flagrante de Sally Hawkins, por Dios! De cualquier forma, si se trataba de revivir la saga, la casa Toho -a través de la Warner- ha logrado su cometido y con creces. El rugido final de Godzilla, bautizado como "el Rey de los Monstruos" en la tele, anuncia la satisfacción del enorme lagarto barrigón. No dudo que en un par de veranos más regrese, para defendernos de otros monstruos... o de los ñoños super-héroes.

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