Revista Pareja

De la sensibilidad y otros milagros

Por Cristina Lago @CrisMalago

De la sensibilidad y otros milagros

A comienzo de la primavera de este año, caminaba por mi ciudad, cuando algo capturó mi atención. Se trataba de un pruno, un árbol similar al cerezo, cuajado de flores blancas, que salía inesperadamente de la pared en escombros de un callejón. Acababa de finalizar el invierno y los árboles todavía estaban pelachos. Eran mis primeras flores del año. 

El pruno florecido entre cascotes era una imagen tan sugerente y preciosa, que me hizo detenerme a contemplarla y a sacarle algunas fotos. Entretanto, pasaban volando los pájaros y algunos se posaban en la rama, como queriendo ser partícipes de aquella hermosa singularidad. No a menudo me encuentro estos milagros, pues carezco de la mirada del niño; pero cada uno de ellos ha aparecido en el momento en que necesitaba una recarga de fe. Me marché de allí con las alforjas de nuevo plenas de esperanza.

La belleza es tan útil como lo útil, decía Víctor Hugo. La belleza y su compañera infatigable e inseparable, la sensibilidad, juegan un papel capital en nuestros procesos de reflexión, recuperación y crecimiento interno. Sin ellas, simplemente uno no puede conectarse al sustrato mismo de la existencia. El vacío se hace más vacío. La enseñanza de la belleza debería formar parte de las asignaturas escolares, entre el lenguaje y las matemáticas. O acaso hacer brotar ante los ojos infantiles el milagro que ya subyace en ambas.

El funcionario es tan importante como el artista, el constructor tan esencial como el creador. 

El ser humano muestra sensibilidad desde sus inicios. Los niños se inclinan con plena naturalidad hacia los milagros y su capacidad de hallarlos sin esforzarse, todavía no está adulterada por los vicios adultos. Pero ocurre que cuando crecemos, a menudo nos encontramos con muchas personas incapaces de reconocer y encontrar su mundo interior y a su vez, a otras personas tan embebidas en ese mundo interior, que apenas salen de él. Los primeros se encuentran en el más árido de los desiertos cuando se desploman sus esquemas externos y los segundos se aferran tan obstinadamente a su paraíso perdido, que acaban atrofiándose y encogiéndose en una infancia tan prolongada como ficticia y limitante. Ambos perdieron algo en el camino.

La sensibilidad, la búsqueda de la belleza, no gozan de buena consideración en nuestra sociedad. En cierto modo, ser sensible puede ser un regalo envenenado. A menudo, se trata como un problema o un trastorno que hay que eliminar, curar o medicar no vaya a ser (¡horror!) que fuera a propagarse al resto de la especie. Quisiera invitaros a pensar si os gusta en general el mundo en el que vivís y si creéis que habría que cambiar unas pocas o unas muchas cosas. Si vuestro entorno refleja en mayor medida lo que sentimos o lo que tememos. Si realmente nos hace falta seguir siendo cada vez menos sensibles para estar mejor.

Por supuesto, no faltan nunca candidatos dispuestos a embrutecer a los pusilánimes. El mayor mérito de la sensibilidad es el de sobrevivir a sí misma sin automutilarse en el intento. Si se logra, simplemente es tan importante como para salvarnos la vida o como mínimo, la cordura.

Porque si el miedo llevaba a la ira y la ira al lado oscuro, la sensibilidad logra el efecto contrario: nos lleva a la empatía y la empatía nos traslada a una orden superior de conocimiento. Aquel que nos lleva a la belleza de asomarnos a lo ajeno con la consciencia de lo propio a flor de piel, y compartirlo como se comparte todo aquello que hace que el existir sea un poco más que una supervivencia.

Por ello, bienaventurados los sensibles, porque de ellos será el reino de los cielos, de la tierra, de la música y de la poesía, de los juegos, del viento y la tierra, de la flor de piel y de la piel en flor, de los campos y los amaneceres y de las flores entre escombros y de los pájaros que las encuentran.

Bienaventurados los que sienten, porque de ellos será la belleza. 

En verdad, pocos adultos pueden ver la naturaleza. La mayoría de la gente no ve el sol. Al menos tienen una visión muy superficial… Cruzando un campo desnudo, nevado, al atardecer, bajo el cielo nublado, sin tener en mis pensamientos ninguna ocurrencia especial, he disfrutado de un éxtasis perfecto. Me siento feliz hasta casi tener miedo. Dentro de estos campos de Dios, un reino de decoro y santidad, se viste un festival perenne, y el invitado no ve cómo podría cansarse de él en mil años. En el bosque, volvemos a la razón y a la fe. Allí me siento que en la vida no me puede ocurrir nada, ninguna desgracia o calamidad que la naturaleza no pueda reparar. De pie sobre el suelo desnudo -mi cabeza se baña en el aire alegre, y elevada al espacio infinito- todo egoísmo desaparece. Me vuelvo un ojo transparente; no soy nada; lo veo todo; las corrientes del Ser Universal circulan a través de mí; soy parte integrante de Dios (Ralph Waldo Emerson)

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