Revista Cultura y Ocio
Hace algunos años, salí con una estudiante avanzada de Letras. La conocí en una fiesta de cumpleaños a la que había ido con mi novia de aquel momento, bueno, esas cosas que solemos hacer cuando no estamos con la persona indicada, lo cierto es que esta chica me miraba con total descaro desde la otra punta de la sala y eso es algo que a uno lo hace sentir muy bien, importante. No era linda, incluso podría decirse que era insulsa, pero cuando una mujer atraviesa a un hombre con una de esas miradas oblicuas y osadas, llega a competir con la mismísima Afrodita.En un aparte, conseguí intercambiar algunas palabras. Cuando me contó que estudiaba Letras, comencé a hablarle de Dostoievsky, creí que eso podía resultarle brillante, lo patético es que en verdad le interesó que le hablara de Dostoievsky, parece que lo consideró mucho más atractivo que mis aspavientos y visajes. Así y todo, le pasé mi número de teléfono garabateado en un pedazo de servilleta de papel manchada con chocolate.En aquel momento, yo estaba haciendo mis primeros palotes en Literatura, unos cuentos inflamados de pasión y totalmente carentes de estilo, pero eran míos, sólo por eso creía que eran comparables a los de un Carver, un Cortázar o un Fitzgerald, inclusive.Laura -ése era su nombre- me llamó cuatro días después de la fiesta. Traté de mostrarme simpático, seductor, inteligente, pero mi estrategia no daba ningún resultado, ella se mostraba tan fría y cortante como la hoja de un cuchillo. Fue en esa charla que le conté que yo escribía, le pregunté si quería leer uno de mis cuentos así yo podía tener una opinión letrada: sí, ésa fue mi expresión boba. Claro, pero para eso tenemos que encontrarnos, me dijo, mostrando su primera reacción humana. Quedamos en que yo pasaría a buscarla por la Facultad de Filosofía y Letras el martes por la tarde.Me aparecí con La aventura semiológica de Roland Barthes debajo del brazo, nunca lo había leído, era para impresionar. A plena luz del sol, Laura se veía todavía más insípida, pero tenía ojos penetrantes, no lo puedo negar. Fuimos hasta el café de la esquina, estaba lleno de intelectuales que hablaban a voces un lenguaje críptico, creo que fue una de las pocas veces en mi vida en las que yo me destacaba por estar más prolijo que los demás. Ella tomó un ristretto, luego fumó un cigarro y finalmente me dio un beso. Decididamente café y tabaco no generan el mejor clima bucal para dar un beso -cuándo lo entenderán-; de todas formas, mi intención aquella tarde era que se llevara el cuento y no acostarme con ella. Se lo entregué en un sobre cerrado como si se tratase de algún informe confidencial.A los dos días, hablé con Laura por teléfono y quedamos en vernos el viernes por la noche. A esta altura, yo estaba en todo y por todo desinteresado en la relación amorosa, pero quería saber si había leído mi cuento y cuál era su parecer.Nos citamos en una librería de la Avenida Corrientes a las 9 de la noche. De allí fuimos a una confitería, a un restaurante y luego a un pub, pero en cada lugar ella se sentía incómoda, se quejaba de que el mozo fuera demasiado lento, de que hubiera demasiado barullo, de que la cerveza negra fuera demasiado clara, de todo. A mí ya sólo me interesaba que abriera el puto sobre donde estaba el cuento, quería que me dijera lo bien escrito que estaba, el talento que tenía, el futuro que me esperaba. Después de dos horas intrascendentes, al fin sacó las hojas, estaban repletas de tachaduras en rojo, flechas, asteriscos y comentarios en los márgenes con muchos signos de admiración. Sin mirarme a la cara, me dijo que la idea era interesante, pero que le faltaba mucho trabajo, y enseguida siguió protestando por alguna otra razón. Yo me quedé petrificado con las páginas en las manos, con ganas de mandarla a la mierda y desaparecer del lugar.Le dije que nos fuéramos porque yo ya no soportaba más que ella no soportase más. Le sugerí entonces que propusiera un lugar que a ella le gustase. Bueno, muy bien, dijo y comenzó a avanzar a grandes zancadas, dejándome atrás, sin darse vuelta siquiera para ver si yo la seguía. Esa noche la calle estaba muy concurrida, apenas podíamos caminar por la vereda. Ella empujaba a la gente para pasar, mientras que yo me preocupaba más por esquivar baldosas rotas, mierda de perro y otros inconvenientes porteños. Quería alcanzarla para que, al menos en lo exterior, nos viéramos como una pareja. Pero, de repente, sentí el llamado del honor, qué carajo, así que me detuve en seco y comencé a caminar en dirección contraria.Entré a un bar cualquiera, pedí una cerveza y me dediqué a ver las correcciones. Es verdad, tenía algunas indicaciones ciertas e interesantes, pero las páginas también estaban llenas de estupideces, como señalar que los diálogos se inician con guión largo y no corto, que después de dos puntos la palabra siguiente debe estar en minúscula y así, fruslerías que ningún escritor serio respeta ni respetará. Pero no decía nada de que mi relato le hubiese parecido emocionante, tierno o conmovedor.No sé qué habrá sucedido con Laura después de que la dejé seguir su marcha, porque no nos hablamos más. Lo cierto es que, después de aquella experiencia, cuando conozco a una mujer, lo primero que le pregunto es qué carrera estudió.Si hasta anduve con una abogada... pero, con una licenciada en Letras, nunca jamás.
Dedicado a Bee Borjas.