Uno va al estadio a gritar, a apoyar a su selección, o a hinchar, no a ver un objeto museable. Hace unos años, Maradona fue a Guanajay a exhibirse, en el mejor sentido de la palabra, nada peyorativo. Una visita formal a un pueblo de cierta tradición futbolística. El Pelusa comenzó a hacer algunos dominios, y como parecía no estar muy en forma, algún atrevido comenzó a gritarle gordo y demás calificativos que seguían la línea (lectores no avispados, eso de línea tiene un doble sentido). Final de la historia: el Diego de la gente se fue bien molesto y el atrevido terminó arrestado. ¿La razón? Las leyendas del fútbol se disfrutan en el momento, no ya pasados sus años de glorias.
El 2 de junio de 2015 fue una fecha histórica para el fútbol. Joseph Blatter anunció su renuncia, el Cosmos de New York jugó un partido histórico en La Habana, yo cumplí veintiséis, Raúl González Blanco, el Ángel del Madrid, jugó en el Pedro Marrero y Pelé se sentó en lo que vendría siendo un palco. Se dice fácil.
Desde que tengo consciencia futbolística, es decir, desde que Dennis Bergkamp le marcó “el golazo” a Argentina el 4 de julio de 1998, solo recuerdo aun monstruo del balompié pisando la grama del Estadio Nacional de Cuba. Y Landon Donovan solo superaban en cojones al 7 del Madrid. Perdonen la palabra, no hay otra. Como yo no pude ver al 10 de Estados Unidos en aquella ocasión, me pareció buena idea caer por el Pedro Marrero.
Como es lógico, una hora y media antes de comenzar el encuentro, entrar al estadio parecía una odisea. A las autoridades cubanas les encanta desesperar a las personas, convertirlas en animales, para luego mostrar sus dotes para mantener el orden. No había ni mil personas afuera, pero aún así, entrar parecía imposible. Un cojo amenazaba con su carnet de la ACLIFILM, alguien mostraba una falsa credencial de periodista y cada quien intentaba su artimaña para entrar. El clima era fatal. Llovía fuerte, lloviznaba, escampaba, lloviznaba. Después de intentarlo en dos entradas, cuando fui a la tercera, la puerta se abrió y una pequeña ola humana penetró. Como es lógico, la novia y yo nos colamos sin pagar un centavo, porque el deporte es un derecho del pueblo, y la diferencia entre cinco o diez pesos y nada es lo mismo. Además, el Estadio ni siquiera se llenó.
Ahí encontré al Banano, uno de esos “personajes” de Guanajay que sube al estadio a jugar al fútbol con un radio BIR (Batalla de Ideas Revolucionarias), para mientras se sienta a esperar su turno escuchar ESPN Deportes Radio. El pueblo es el pueblo, e incluso encontrarme con un loco con el que paso la mayor parte del tiempo discutiendo por las fuertes entradas sin balón o por su fanatismo me dio alegría.
Me senté lo más cerca que pudo de la cancha; delante tenían reservado sus asientos los fanáticos del Cosmos: un grupo de estadounidenses con perfecto dominio del español y bolsas cargadas de suvenires de su equipo para regalárselas a los cubanos. Lo que debía ser un gesto de buena voluntad terminó en la trifulca habitual cuando en Cuba algo se reparte gratis. Quizás en Canadá o Japón sea igual, pero como mi realidad esta y me desagrada, la cuento con el matiz que me parezca. Los niños se lanzaban a por lo que fuese, y los mayores también. De pronto el Cosmos era el Barcelona, y todos querían una pegatina, un llavero, una bufanda, incluso dejar sin pulóver a los hinchas de Nueva York.
Y comenzó el encuentro. Lo reconozco, fui por un objeto museable, una sombra de lo que fue, pero aun así, ver a Raúl tocando de primera tenía su encanto. Cuando los goles comenzaron a caer como la lluvia sentí vergüenza. Camus dijo que Patria es la selección nacional de fútbol, por eso yo y el chovinismo nada tenemos que ver; mi vergüenza era con aquel hombre, que con 37 años, con una sencillez pasmosa, llegó a La Habana a jugar un amistoso para complacer el deseo de unos cuantos fanáticos de ver un mito corriendo por el potrero nacional, y nosotros, con nuestra pundonorosa selección nacional, no opusimos resistencia. Olvídense de la Copa de oro y los malos resultados habituales. Por dignidad, debieron jugarle con todo a un club de segunda división. Pero ni eso tenemos. Derrota por 1-4. No, no grité el gol cubano.
Raúl jugó como una especie de volante. Daba salida a su equipo, apoyaba en el ataque, se deja ver, se dejaba querer. Lucía. A eso fui. A verlo. Cuando faltaba un minuto me levanté y me fui. Y ese me fui debería ser el cierre de este texto, pero como el mundo es un pañuelo, y el dos de junio era mi cumpleaños, Raúl González Blanco fue a comer al restaurant Los Naranjos, ubicado en 17 entre Paseo y A, La Habana. Casualmente, donde yo vivo.
Una foto, nada más. ¿Qué podría preguntarle? ¿Joseph Blatter? ¿Cristiano Ronaldo? ¿Florentino Pérez? Y no me arrepiento. Hay cierto espacios que uno no tiene derecho a penetrar.
Uno de los hinchas del Cosmo entrega una bufanda a una niña.
Los hinchas del Cosmos repartieron llaveros, pegatinas y gorras entre el público cubano.
No me queda claro de a qué se refiere…
Un espontáneo saltó al campo durante el juego.
Remate de Andy Vaquero para subir la honrilla al marcador.
En espera de que otro equipo entre a la cancha.
Una de las tantas acciones de peligro del Cosmos.
Tercer gol del Cosmos.
Segundo gol del Cosmos.
Un fanático tenía una bandera cubana por un sitio, y amarrada al mismo palo, una americana.
Un fanático tenía una bandera cubana por un sitio, y amarrada al mismo palo, una americana.
Detalle del Pedro Marrero.
Los hinchas del Cosmos antes de comenzar el encuentro.
Está un poco flaco el Ángel del Madrid.