Tras exprimir las neuronas con el reto del fin de semana, ¿qué os parece si leemos un relato para relajarnos? Os propongo una breve historia del escritor neoyorquino Leonard Michaels (1933-2003). Dedicado a todos los que hayáis utilizado el cine alguna vez como medio de reconciliación con otros o con vosotros mismos. Espero que os guste:
Después de discutir
Algunas veces, después de pelearnos, íbamos al cine. Era como ir a la iglesia. Entrábamos, encontrábamos un lugar, nos poníamos de cara a la luz y dejábamos que la vida cotidiana se esfumara mientras sucumbíamos a la vasta imaginación comunal. En los cines de sesión continua de la calle cuarenta y dos nos sentábamos en gayola entre fumadores y tipos que comían palomitas, tipos con dedos que hurgaban, tipos con bocas que no paraban de masticar. Otros chupaban chocolate, lamían helados, hacían ruido con las envolturas de los caramelos. Borrachos y chiflados hablaban con la pantalla. Los vagabundos escupían al suelo. Era el cine más honesto que existe, un lugar para la gente de Manhattan que no dormía, como el zoo pero, dentro del anonimato masivo, un sentimiento privado. Podíamos ir juntos al cine aunque veinte minutos antes hubiéramos estado jurándonos odio eterno mientras nos mirábamos fijamente a los ojos. En el silencio desolado que seguía a nuestras discusiones yo decía “¿Quieres ir al cine?”, Sylvia se arreglaba el vestido, se miraba la cara en el espejo del baño, agarraba su abrigo de piel y cuando cruzábamos la puerta para salir se ataba el cinturón. Me encantaba ver su rapidez, especialmente la de sus manos, cuando se entregaba a algo. Nos lanzábamos al metro sin ni siquiera saber a qué hora comenzaba la película. Siempre había dos películas. Al menos, veíamos una desde el principio. Sentados en gayola, rodeados por los fumadores y los que comían, yo me sumergía en la felicidad de las criaturas y después me daba cuenta de que mi brazo se cerraba sobre el hombro de Sylvia y que ella apoyaba su cabeza en mi brazo. Nuestros malos pensamientos eran aniquilados por los enormes rostros del amor que brillaban en la pantalla. Después, de vuelta al mundo de la calle, la electricidad nos golpeaba los ojos, las multitudes nos arrastraban, el tráfico quería matarnos, y los malvados pájaros del matrimonio sobrevolaban nuestras cabezas, amenazándonos con descender, pero nos íbamos a casa, pronto estaríamos en la cama, escondidos, comprometidos con la oscuridad del otro.