Revista Pareja

Diario de cuarentena: el reino dormido

Por Cristina Lago @CrisMalago

Diario de cuarentena: el reino dormido

Querido diario,

Se dice que se precisan de 21 días para crear un nuevo hábito; nosotros llevamos 15 días de confinamiento. Que no es nada comparado con el confinamiento que han vivido muchas otras comunidades amenazadas a lo largo de la historia y en condiciones mucho peores que las nuestras, pero es difícil no despertarse con un ¿y si…? esperanzado.

Pero ya se sabe que el que espera, desespera.

El coronavirus ha sido un poco como la rueca mágica de la Bella Durmiente, aquella princesa que se pinchó el dedo cayendo inmediatamente comatosa. Pero la maldición del sueño se extendió a todo su reino, que queda congelado en el tiempo: todos permanecen dormidos, esperando a que llegue un príncipe con un gesto de amor que los libere a todos. En nuestro caso, en lugar de a un príncipe, pues esperamos a Pedro Sánchez, que no tranquiliza mucho, pero es lo que hay, amigos

En fin, para extender la analogía del sueño eterno de los cuentos de hadas, hablemos del asunto de las siestas.

Pasan los días de la cuarentena y uno de los efectos secundarios de estar tantas horas metido en casa queriendo que pase el tiempo, son las ganas de dormir y la tremenda facilidad para sumergirse en unas siestas pantagrúelicas que ríete tú de Rip Van Winkle.

Tan profundamente te metes en lo más profundo del sesteo, con su fase REM y todo, que cuando te despiertas, parece que te vas a encontrar, yo que sé, al año 2056, coches voladores y a Walt Disney resucitado, pero luego miras el móvil y han pasado nada más dos horas y el chasco que te llevas es de órdago.

Siestas, siestas largas, siestas reparadoras, siestas para desconectar la mente y para evadirse de la realidad, siestas que ocurren porque no hay prisa, siestas que cuando terminan, tampoco hay prisa.

Los tiempos se vuelven laxos cuando ya desaparece la necesidad de medirlos.

Sigo intentando evitar las noticias, aunque en ocasiones, caigo en la tentación y miro más de la cuenta. Antes me agobiaba más, pero creo que mi cerebro ya procesa el 90% de la información como manipulada, fake, previsiones que cambiarán a dos días vista y en definitiva, que lo único que me interesa es que en China ya están saliendo a la calle.

Mi vida es más sana de lo que fue nunca. Desde que estoy metida en casa, pues me apetece mucho comer cosas frescas y verdes. A ver, que yo antes de todo esto era una persona normal, de las que preferían el chocolate a la lechuga, pero de alguna manera se han vuelto las tornas y ahora lo que quiero son cosas que me hagan devorar la vida de ahí fuera, la primavera, el campo, yo que sé qué. Eso sí, en cuanto salga de aquí, me voy a pegar una orgía alimentaria de las que hacen época. Comer saludable y cuidarse están fenomenal, pero no tener un triste vicio al que agarrarse en una cuarentena, es como para echarse a dormir la siesta y no despertar hasta el siglo próximo.

Salgo a correr por las noches (a la terraza, contengan el #quédateencasa). Y me gusta mirar las estrellas porque ahora se ven un poco más nítidas que antes o porque yo tengo la mirada mucho más clara, desde que la vida se ha ralentizado.

Desde mi ventana indiscreta, veo los avances de la primavera. Cuando los humanos no están, los pájaros juegan. En el árbol que da a mi dormitorio, hay dos urracas haciendo un nido. Por la noche, en el parque se enciende una miríada de lámparas redondas y amarillas que parecen los soles de un mundo de ciencia-ficción. El polen campa a sus anchas y mi alergia también. En el Mercadona, no quedan kleenex (al parecer el kleenex es el nuevo papel higiénico).

Es tiempo de largas siestas, y de procesos espirituales profundos, con sus yings y sus yangs, con sus luces y sus sombras. Es tiempo de resistencia, y resiliencia. La humanidad ha sobrevivido a dos guerras mundiales, una peste negra, la bomba atómica, varias pandemias mucho peores y en fin: sabemos que esto pasará, a pesar de los tremendismos que nos montemos al ver las noticias (y es la razón por la que no deberíamos hacerles demasiado caso).

Y para terminar: contarte que ayer me emocionó especialmente el aplauso de las 20:00.

Me parece que persistir en ese aplauso ya casi no tiene que ver con aquellos a los que se dedicaba en un principio, sino con una cuestión de fe. Que la gente salga una y otra vez, todos los días, y siga aplaudiendo, significa que sigue creyendo. Yo también mantengo la fe, aunque a veces se me olvida.

Nos vemos en los balcones. 


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