Querido diario:
Ayer, por la noche, me sentí social y tuve videochat con mi amiga Paula y estuvimos un buen rato desahogándonos de nuestras respectivas cuarentenas. Hicimos repaso a novedades de Netflix, comentamos lo cómodo que es no tener cambiarte de ropa en cinco días, hablamos del fiestón que nos vamos a pegar cuando salgamos y nos reímos de nuestras caras de Nosferatus. Echamos de menos nuestros planes de los jueves y poder ir a la peluquería a teñirnos las raíces.
Hoy por la mañana he hecho un poco de chat con otro amigo, que me ha dicho que me tenía que dejar porque tenía plan de videochat, y luego clase de acroyoga, cyberajedrez, mantras tibetanos y no sé cuántas cosas más. Yo me tiro una hora en tele-zumba y me preparo para la sesión de fitness de un colega que trabaja como entrenador personal y lo está petando con sus clases virtuales en Facebook. Un conocido que da clases de kundalini se ha montado un estudio en casa y todas las noches se graba, con su gong y todo, para regalarnos una horita de relax y armonía interior. Proliferan todo tipo de actividades online, en su mayor parte dedicadas al culturizarse, a la salud, al aprendizaje y al autocuidado. De repente, estamos haciendo todas esas cosas que siempre quedaban pendientes para cuando tenga tiempo, cuando tenga menos curro, dentro de unos años, etcétera…
Porque resulta que ahora hay tiempo. Hay un puñetero mogollón de tiempo.
Toca entreno. Hago running en mi pasillo, corro de la puerta, toco la otra puerta, vuelvo, toco puerta, vuelvo. Hago el saludo al sol 250 veces al día, aunque lo que realmente saludo es al techo. Estiro. Flexiono. Cuento las respiraciones. Vuelvo a flexionar. Sentadillas. Tríceps. Bíceps. Piernas. No sé si de esto saldré esquizoide perdida, pero al menos tendré unos gemelos perfectos.
Hoy anuncian en nuestro país que la cuarentena se alarga, en principio, 15 días más. No es una sorpresa, pero cuando lo leo, me dejo caer en un sofá y considero seriamente abrir la botella de vodka que nos trajo mi padre de Ucrania hace 10 años.
Me detengo a pensar cómo serán los primeros días de salir cuando se acabe la cuarentena.
Mi amiga Paula dice que ya pueden aprovisionarse bien los bares.
Yo digo que se petarán las peluquerías.
Y la calle. Tendrán que volver a permitir el botellón.
¡Oh, yeah!
Me gusta pensar en todo esto que pasará cuando salgamos, en lo que haremos, en lo que habríamos hecho antes, en la vida normal y en que a lo mejor después ya nos hemos acostumbrado a cuidarnos más y a querernos mejor y nuestras vidas se vuelven un poquito más bonitas, respetuosas y saludables (cruzo los dedos).
Me gusta ver que el mayor deseo de casi todos ahora mismo es el de abrazarse. Nos hemos visto desnudados de ciertos privilegios y sobre todo, nos enfrentamos a una inmensa incertidumbre, pero al final, nos preocupa lo de siempre: amar y ser amados, escuchar y ser escuchados, conectar y ser conectados. Hay cosas que nunca cambian.
De lo que no me gusta y me apetece desahogar hoy: esa especie de caza de brujas que está sucediendo en los vecindarios con respecto a lo que hacen o dejan de hacer los demás.
Yo, que estoy totalmente en plan vieja del visillo estos días, he visto cosas que jamás creeríais.. Hay vecinos que creo que sacan al perro unas 6-7 veces diarias y otros tantos que bajan y suben con la misma barra de pan de la mañana hasta la tarde. Ayer había un par de adolescentes en el parque, cantando a voz en grito. Más de uno y más de dos, sacan basuras fake con la excusa de darse un garbeo. El otro día pasó bajo mi balcón un señor mayor, con un bastón de marcha nórdica, que claramente se estaba lanzando a un vivificante paseo de buena mañana. Veo, oigo y callo, como los tres monos sabios.
Crece en las redes la crispación al ver este tipo de cosas en los vecindarios, y la gente se envenena y sube el tono, quedaos en casa, hijos de puta, ahora mismo denuncio a la policía. Muchos de los que no soportan el paseo del perro, o al anciano escapando a por su barrita de pan, son los que hace una semana abarrotaban el Mercadona con el carro de la compra bien cargado en pleno inicio de pandemia.
Al parecer, algunos deben pensar que los supermercados tienen algún tipo de superescudo mágico contra el coronavirus y por eso, no pasa nada por apiñarse ahí a comprar gilipolleces innecesarias, pero eso sí, muerte al señor del perro y al anciano de la barrita de pan, que son más chungos que Hannibal Lecter y Pol Pot juntos.
Hay policía y ejército encargándose de controlar quién viene y quién va y por lo que sabemos, están realizando su trabajo admirablemente. Deseo que empecemos a dejar que se hagan cargo los que se tengan que encargar y seguir entreteniéndonos con nuestros teletrabajos, y nuestros yogas y nuestras cybercalcetas y no alimentar este clima de mal rolleo hacia el prójimo. Que sí, que cabrea lo de estar aquí confinados como hámsters y que ves esas cosas y te enciendes, y quieres matar y destruir, pero ¿de qué sirve? Los cuatro transgresores que se escabullan no dejarán de hacerlo porque nos sulfuremos los demás. La cuota de inconscientes, insolidarios, Chuck Norris y quemeimportistas que existe, seguirá existiendo a pesar de nuestra ira justiciera; y ciscarse en ellos en Internet no los conciencia y además nos enferma el alma a todos los demás. Con el coronavirus ya vamos servidos, gracias.
Yo no tengo perro, ni como pan, pero hoy mi hijo se levantó de una pesadilla a las 5 de la mañana y me preguntó, con la voz medio atrapada en el sueño:
Mamá, ¿ya se ha acabado el colonavilus?
No, hijo, vuélvete a dormir.
Y me gustaría llegar a entender porque se puede pasear un perro 10 veces diarias, y mi hijo de 3 años no puede ni bajar a un portal.
Me despido por hoy, lectores. Tengo clase de aquagym. Voy a por un barreño.
Y a por el vodka.
Vashe zdorovie!
Nos vemos en los balcones.
Continuará…