Roma, 7 de febrero de 1821
El tiempo se diluye en mi cabeza como una gota de agua lo hace cuando cae sobre un suelo seco y estéril. No hay nada más absurdo que intentar atravesar los confines del tiempo a través del pensamiento. Prefiero la lectura como sustituta de todas aquellas conjeturas que antaño se entretenían en fraguar el devenir de mis días futuros. Entonces no me di cuenta, pero tras ellas, descansaba el ansia de una falsa trascendencia. Consumí demasiado tiempo buscando entre los entresijos de la gloria aquello que estaba en mi propia naturaleza. Absurda pérdida de tiempo. La única disculpa que puedo presentar ante mi grave error es que, la poesía, entonces, crecía dentro de mí de una forma natural, sin la necesidad de fingir nada. Nunca busqué crear falsos versos que fueran esencias huecas o vacías y se dejaran llevar por un simple afán estético. Siempre he indagado en las tierras inhóspitas de mi espíritu con el único anhelo de llegar a encontrar la más pura de las emociones que se engendraban en mi yo poético en una clara respuesta a mi relación con los demás y hacia los sentimientos que los otros me provocaban. «De ahí nace mi preocupación por el hombre y su relación con el sufrimiento y la muerte.»Ridículo, ¿verdad?, si no estuviera tan próxima la cercanía de mi muerte. La comprensión de mi situación y la aceptación de mi vida como un proyecto inacabado, por fin, me hacen descansar tranquilo junto a la debilidad de mi cuerpo, en algo parecido a una levitación que me permite elevarme de mi lecho y no sentir apenas el dolor de mi deteriorado cuerpo que, cada vez más, es una roca llena de oquedades por donde se internan las húmedas olas de la muerte. Por primera vez, en mucho tiempo, estoy sereno y en paz conmigo mismo, sin necesidad de expresar mi desaliento y ni tan siquiera entonar un salmo que me redima de mis miserias. El mejor sustento para definir mi actual estado de plenitud es pensar que nada es tan tangible como la sangre que se derrama por mi boca, por eso, me refugio en la poesía que ya no imagino, o en la lectura melodiosa de Severn, o en mis últimos arrebatos que, como una premonición, me han llevado a leer durante tres días seguidos. La necesidad de tocar de nuevo un libro y conceder a mis manos el placer de su tacto me ha aliviado más que cualquier frasco de láudano. Mi espíritu al final se muestra calmado, cual río que dibuja sinuosos y lánguidos meandros que van en busca del agua del mar olvidando el resto de su trayecto. Olvidar es imposible, lo sé, sin embargo la lectura de los clásicos es una fuente inagotable de inspiración para adornar la desgracia, pues todo se convierte en una aventura épica donde la esencia de la desdicha hacia lo imposible se hace leyenda, y donde esa leyenda se convierte en el mejor instrumento para calmar el dolor. Fuertes y aguerridos guerreros defienden la fortaleza de la vida, efímera si se quiere, pues los dioses y las tormentas no hacen sino intentar acabar con ella, pero es ese enfrentamiento con la naturaleza y el designio de las deidades lo que hace más genuino el devenir del hombre. La similitud entre su epopeya épica y mi estado actual es algo más que obvia, aunque haya surgido sin la necesidad de la proclamación de las causas perdidas. De ahí que las voces que acogen el relato de mis lecturas me hagan pensar en esos hombres como los primeros exploradores de la palabra. Palabra como enigma resuelto por el hombre dentro de sí mismo. Esa posibilidad de expresión es tan fuerte como su capacidad para crear otras materias bellas a las que dota de una parte de su alma. Sin embargo, la palabra se desenvuelve en una dimensión que atraviesa el espacio y se deposita en la imaginación; arma poderosa que crea la esencia del tiempo y el espacio, y la convierte en el instrumento perfecto de transmisión de la cultura. ¿Qué sería del hombre antes de que supiese leer y escribir? Las ensoñaciones de los personajes de mis lecturas son como mis viajes hacia la eterización de la naturaleza, donde todo se resume en un proceso sencillo. «Primero, dotamos a nuestros sentidos de la capacidad de la contemplación, y ellos en su experiencia se dejan atrapar por los objetos que existen en la naturaleza y las infinitas sensaciones que estos provocan en nuestros sentidos. El siguiente paso es el más complejo, porque nuestro cuerpo debe experimentar lo que yo llamo la síntesis de los estímulos purificados por la imaginación. Luego llega lo mejor, porque entonces el poeta pierde su identidad y se vuelca en un rapto espiritual activo en todo el universo.»88 Ahí, en ese lejano lugar, donde solo tiene cabida el éxtasis, es donde se encuentra la esencia de mi poesía, que se da a conocer ante mí como si yo fuera otro y el mundo que contempla también fuese otro, en un viaje espacial que se asemeja mucho a la Ilíada como epopeya griega, pues sus cantos representan la universalización del alma humana. Mi único consuelo es que mi cólera ya no es la de Aquiles, pero sí el final de sus días en la guerra de Troya, pues para mí también representan la finitud de mis días en la ciudad de Roma. ¡Gracias don de la palabra!, acógeme en el salón más luminoso de tu reino y llévame siempre de tu brazo, en una compañía que me transmita la serenidad que solo tú ahora puedes darme. ¡Oh don de la palabra!, quisiera perderme en las páginas de un libro y refugiarme entre sus párrafos y renglones. Así, solo aquel que quisiera leerme vendría a mi encuentro.
Extracto de la novela, Los últimos pasos de John Keats, de Ángel Silvelo Gabriel.