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Di(go) adiós

Publicado el 28 septiembre 2015 por Claudia_paperblog

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La vida es un constante dejar atrás. Y muchas veces es algo que cuesta y que nos da miedo porque siempre nos ha gustado lo conocido, y más de una vez nos hemos quedado quietos, sin movernos, esperando la gran ola, o la tormenta, quietecitos aguardando el cambio. Y alguna vez hemos dicho no al riesgo, Me quedo con lo seguro, lo que ya es mío, lo que poseo, lo que (creo) no perderé.

Sí es cierto que hay ocasiones en las que podemos elegir, en las que está en nuestras manos la decisión. Puedes seguir igual, como siempre, en tu zona de confort o puedes ir a la aventura, largarte porque sí, porque te apetece y porque necesitas el cambio. No te ha obligado nadie, tampoco has encontrado trabajo allí (aún) ni ha sucedido nada concreto en tu vida que te haya empujado a moverte, pero lo necesitas. Así que vete y si no quieres no hace falta ni que digas adiós, si es eso lo que tanto temes. Pero te lo recomiendo.

Pero otras veces la vida te obliga a decir adiós y, repito, eso cuesta, y mucho, más si es la segunda vez que lo/le/la dejas atrás, o la tercera o la cuarta porque algunos navegamos en círculos y volvemos siempre al origen, a ese lugar, a esa persona que muchas veces se ha convertido en nuestro fin, nuestra pérdida.

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Y entonces el ambiente huele a despedida, a llanto, a lágrima fácil y a abrazos que parecen eternos, pero nunca lo son, o sí, no sé, esos abrazos que te tranquilizan, te reconfortan y te dan seguridad, la seguridad que te falta y te dice que estás haciendo lo correcto. Esos abrazos que a veces te entristecen porque sabes que son un adiós para siempre. Esos adioses sí que duelen, son los peores, y siempre llegan, aunque creas que no, que tú te librarás, que no será a ti.

El ambiente huele a maletas hechas en el último momento, maletas hechas a veces con ganas e ilusión y otras postergadas hasta unas horas antes del vuelo, por miedo al regreso, a la vuelta a la normalidad, por miedo a partir, a marchar, a perder la magia que solo tú habías sido capaz de crear en ese momento y en ese lugar y que no se repetirá nunca más (o eso piensas tú). Huele al río el ambiente y no sé por qué, huele a nervios, huele a viaje, a aeropuerto y a besos.

Casi siempre asociamos “decir adiós” con pensamientos negativos, con perder, con renunciar, con realidades que a partir de ahora pasarán al rango de recuerdos, o ni siquiera eso, quizá quedarán en el olvido. Pero a veces perder no significa dejar de ganar. Siempre se produce un intercambio, un trueque. Algo bueno vendrá. Quizá tardará, quizá costará, quizá tendrás que poner mucho de tu parte pero llegará.

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Sin embargo, a veces sienta bien decir adiós: a la amargura, a ciertas personas, a ese trabajo de mierda, a esa ciudad llena de recuerdos enlatados y deslavados, a miradas tristes y cuerpos marchitos, a imposiciones arbitrarias y a normas estrictas. Adiós a los sinsentidos, al odio, a la pena, la tristeza, la monotonía, al café aguado, la falta de ganas y de energía, la gente sin vida, las personas angustias. Adiós a la falsedad, la injusticia, la mentira, las sonrisas forzadas, los apretones de manos, los convencionalismos y las buenas maneras. Adiós al llanto, a no poder respirar. Adiós a los estudios, a las obligaciones. Adiós a las historias sin acabar y bienvenidas sean las que aún están por empezar.

Pero ahora tengo unas ganas de llorar increíbles… ¿Cómo metes toda una vida en la maleta? Dime. Contéstame. ¿Cómo se hace? Dejo atrás muchas personas que sé que me quieren y que me lo han demostrado más que nunca, que me han apoyado y me han dicho que soy una valiente, que —conociéndome— todo me irá genial, que voy a comerme el mundo y también que lo voy a tener a mis pies, pero ha llegado el momento. Me despido. Digo adiós.

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