Revista Cultura y Ocio
Desde muy cerca, mi padre y yo acompañábamos el ataúd. Lo cargaban con gran dificultad unos peones de la estancia, esos mismos miserables a los que mi abuelo había explotado durante toda su vida. Otro centenar de infelices seguía el cortejo fúnebre desde las casuchas, con sus ojillos despreciables ocultos detrás de las cortinas, temerosos de que mi abuelo rompiera la tapa del féretro y volviese a la vida para martirizarlos, como lo había hecho por años.Al regresar a la casona, después del entierro, mi padre se sentó en el sillón de mi abuelo. Yo me quedé parado a su lado, en silencio. Tras un largo rato, balbuceó unas palabras incomprensibles y golpeó el escritorio con la fusta, como si -finalmente- hubiera sido poseído por el hado perverso que siempre flotó en ese cuarto. A partir de entonces, fue él quien pasó a hostilizar a los campesinos... y ellos obedecieron, como de costumbre.Hoy están sepultando a mi padre y esos gusanos esperan que yo, el tercero de la dinastía, adopte la actitud habitual, pero no saben que en el galpón tengo una lata de gasolina con la que voy a encender mi propio Destino y a liberar el de cada uno de ellos. El fuego borrará mi culpa y luego el agua lavará nuestras manos.