Sólo cuatro películas ha construido una de las experiencias cinematográficas más poderosas del cine contemporáneo. Tras el estreno en España de "Liverpool"teníamos el honor de recuperar sus tres primeros films, inéditos en nuestro país si no fuera por la implicación de la distribuidora Intermedio. Son La "Libertad", "Los Muertos" y "Fantasma," tres películas construidas como un retrato ficcional en torno a dos inquietantes presencias, la de Misael Saavedra (el “hachero” de "La Libertad"), Argentino Vargas (el asesino que sale de prisión en "Los Muertos") y la de ambos en "Fantasma." Tres films de cuya unión emerge un trabajo excepcional sobre el espacio y el tiempo fílmicos que dan pie a "Liverpool," una cuarta joya triunfadora en el Festival de Gijón. Esta semana se la dedicamos a Lisandro Alonso de la mano de nuestro colaboradorAriel Fernández Verba.
No expreses nada y no mires a cámara nunca, que el resto vendrá solo. El cine de Lisandro Alonso.
"Uno termina haciendo una película para las cuatro mil personas que van a verla a Buenos Aires, los catorce críticos que se creen que soy un iluminado y los siete festivales de cine que me invitan"
Lisandro Alonso
Me explicaba un amigo que cuando las arterias principales del corazón se obstruyen, los capilares que lo envuelven pasan a realizar las tareas de estas, en un gesto instintivo de continuidad y supervivencia. Esto, me explicaba un amigo, es un poco Buenos Aires, un lugar donde nada de lo que tiene que funcionar funciona, pero precisamente por ello se crean unas redes de subsistencia entre las personas que a veces superan, aún dentro de su carácter marginal, las opciones de vida ya preestablecidas y en continuo déficit. Así en lo cotidiano, como cubrir las necesidades básicas y los desplazamientos, pero también en la forma de hablar de sí mismos, de escuchar el “sí mismo” de los demás y, por supuesto, toda creación artística que se derrame de dichos cruces, y que construyan al fin y al cabo, atendiendo a la exclusividad que supone vivir siempre del “Plan B”, un nosotros mismos.
A Lisandro Alonso siempre se lo intentó encuadrar dentro del marco del Nuevo cine argentino, un marco que el propio cineasta rechazó en más de una entrevista, dibujando en su rostro una mezcla de recelo e indiferencia. Y no es para menos, ya que el llamado Nuevo cine argentino parece ser, más bien, una nueva conjugación comercial que continúa en la línea de un cine poco acostumbrado al riesgo, un cine de multisala y popular, un cine, para que nos entendamos, Ricardodarinesco.
El que para mí es el autentico Nuevos cine argentino, que es el cine al que en verdad hace referencia el engañoso etiquetaje comercial, es el cine experimental, guerrillero, a pie de calle, con dos monedas e independiente, que es el cine que se viene haciendo desde los años sesenta en un país donde “nada de lo que tiene que funcionar, funciona”, y que es el cine en el que sí podemos inscribir las películas de Lisandro Alonso.
Bajos presupuestos, actores no profesionales, detrimento de la palabra hablada en favor de un lenguaje casi exclusivamente visual, historias mínimas, el desierto, la selva o los pasillos de un centro cultural. En las películas de Lisandro Alonso podemos encontrar esa doble coyuntura que lo aproxima a un cine de palabras clave; por una parte el hacer bajo mínimos, que lo lleva inevitablemente a concertar relaciones con los elementos más cercanos a los que se tiene acceso, véase cuan significativo es para el desarrollo del drama la convención personaje/espacio, espacio/tiempo o tiempo/espectador, y por otro lado, la domesticación de una base estética que en todo momento debe imponerse a las inclemencias del azar, un azar implícito, siempre segundón aunque bien patente, en todas las propuestas del director. Cámara fija, travelling, el sonido de las cosas, delirios focales y la constante autonomía de la maquinaria cinematográfica con respecto a la ondulante realidad, que más que realidad, es narración.
"No tengo mucho dinero, pero si sé utilizarlo con audacia, se multiplicará. Es decir, si tienes mil dólares y estas dispuesto a utilizarlo sin preocuparte del riesgo, puedes hacer que parezcan diez mil”.Estas palabras no pertenecen a ningún realizador novel, sino a Francis Ford Coppola (“Corazón de las tinieblas”, Eleanor Coppola, 1979), y bien podrían ser una de las claves que promueven un cine como el de Lisandro Alonso.
“La libertad” (2001) fue su primer trabajo, que puso en marcha con apenas 25 años, dato significativo si se tiene en cuenta la urgencia, y ante todo pronóstico voló a Europa, si lo que te importan son los aplausos. En ella seguimos a un hachero llamado Misael que vive en la Pampa argentina. Y ahí lo tenemos, el hachero talando árboles, el hachero cagando, el hachero durmiendo la siesta, el hachero comprando tabaco y el hachero destripando un animal.
La misma ecuación se repite en su segundo largometraje “Los muertos” (2004). Aquí acompañamos a un hombre llamado Argentino Vargas en su último día de pena carcelaria y su posterior viaje hasta la casa de su hija a través de la selva correntina. Vargas comprando regalos, Vargas enfilando río adentro con una barca, Vargas robando miel, Vargas entregando una carta y Vargas destripando un animal.
Su tercer largometraje se dio en llamar “Fantasma” (2006) y cierra, de alguna manera, una especie de trilogía, la trilogía de la animalidad concentrada o de la humanidad desvelada. En ella, Lisandro Alonso coloca a Misael el hachero y Argentino Vargas en uno de los edificios más representativos de la cultura porteña, el centro cultural San Martin. El hachero y Vargas caminan por los pasillos, entran en los baños, suben por los ascensores, ven una película (casualmente “Los muertos”), fuman delante de las ventanas y se peinan delante de los espejos. No hay más.
Vale, para ser la sinopsis de una película, las descripciones que figuran arriba pueden parecer escuetas, poco académicas y pobres en contenido, pero en verdad no hay más que eso. Y en efecto, es ahí donde, de la misma forma que uno busca y encuentra los motivos para creer que Lisandro Alonso es un estafador, también encuentra, si los busca, los motivos que lo convierten en un iluminado, y que es un poco la misma luz que ilumina al mexicano Carlos Reygadas o el español Jaime Rosales, una luz que lo une a la lista de apellidos que han colocado una cámara donde otros ponen el ojo ocioso, donde aparentemente duerme el pulso y el silencio ya sólo es cuestión de formas.
Premeditadamente o por casualidad, Lisandro Alonso ha logrado algo, ha logrado que sean los espacios y no los personajes los que cuentan una historia, que sean los tiempos y no las explosiones lo que nos excite, los gestos y no las palabras lo que nos guíe y, en definitiva, que sea la cámara y no él quien gestione los pesos y contrapesos de la narración.
En última instancia, las palabras del director con respecto a su primer película pero bien aplicable a toda su obra, extienden el ultimo puente: “La película no habla de un hachero, sino de un tipo que mira a ese hachero en el cine”.
"Uno termina haciendo una película para las cuatro mil personas que van a verla a Buenos Aires, los catorce críticos que se creen que soy un iluminado y los siete festivales de cine que me invitan"
Lisandro Alonso
Me explicaba un amigo que cuando las arterias principales del corazón se obstruyen, los capilares que lo envuelven pasan a realizar las tareas de estas, en un gesto instintivo de continuidad y supervivencia. Esto, me explicaba un amigo, es un poco Buenos Aires, un lugar donde nada de lo que tiene que funcionar funciona, pero precisamente por ello se crean unas redes de subsistencia entre las personas que a veces superan, aún dentro de su carácter marginal, las opciones de vida ya preestablecidas y en continuo déficit. Así en lo cotidiano, como cubrir las necesidades básicas y los desplazamientos, pero también en la forma de hablar de sí mismos, de escuchar el “sí mismo” de los demás y, por supuesto, toda creación artística que se derrame de dichos cruces, y que construyan al fin y al cabo, atendiendo a la exclusividad que supone vivir siempre del “Plan B”, un nosotros mismos.
A Lisandro Alonso siempre se lo intentó encuadrar dentro del marco del Nuevo cine argentino, un marco que el propio cineasta rechazó en más de una entrevista, dibujando en su rostro una mezcla de recelo e indiferencia. Y no es para menos, ya que el llamado Nuevo cine argentino parece ser, más bien, una nueva conjugación comercial que continúa en la línea de un cine poco acostumbrado al riesgo, un cine de multisala y popular, un cine, para que nos entendamos, Ricardodarinesco.
El que para mí es el autentico Nuevos cine argentino, que es el cine al que en verdad hace referencia el engañoso etiquetaje comercial, es el cine experimental, guerrillero, a pie de calle, con dos monedas e independiente, que es el cine que se viene haciendo desde los años sesenta en un país donde “nada de lo que tiene que funcionar, funciona”, y que es el cine en el que sí podemos inscribir las películas de Lisandro Alonso.
Bajos presupuestos, actores no profesionales, detrimento de la palabra hablada en favor de un lenguaje casi exclusivamente visual, historias mínimas, el desierto, la selva o los pasillos de un centro cultural. En las películas de Lisandro Alonso podemos encontrar esa doble coyuntura que lo aproxima a un cine de palabras clave; por una parte el hacer bajo mínimos, que lo lleva inevitablemente a concertar relaciones con los elementos más cercanos a los que se tiene acceso, véase cuan significativo es para el desarrollo del drama la convención personaje/espacio, espacio/tiempo o tiempo/espectador, y por otro lado, la domesticación de una base estética que en todo momento debe imponerse a las inclemencias del azar, un azar implícito, siempre segundón aunque bien patente, en todas las propuestas del director. Cámara fija, travelling, el sonido de las cosas, delirios focales y la constante autonomía de la maquinaria cinematográfica con respecto a la ondulante realidad, que más que realidad, es narración.
"No tengo mucho dinero, pero si sé utilizarlo con audacia, se multiplicará. Es decir, si tienes mil dólares y estas dispuesto a utilizarlo sin preocuparte del riesgo, puedes hacer que parezcan diez mil”.Estas palabras no pertenecen a ningún realizador novel, sino a Francis Ford Coppola (“Corazón de las tinieblas”, Eleanor Coppola, 1979), y bien podrían ser una de las claves que promueven un cine como el de Lisandro Alonso.
“La libertad” (2001) fue su primer trabajo, que puso en marcha con apenas 25 años, dato significativo si se tiene en cuenta la urgencia, y ante todo pronóstico voló a Europa, si lo que te importan son los aplausos. En ella seguimos a un hachero llamado Misael que vive en la Pampa argentina. Y ahí lo tenemos, el hachero talando árboles, el hachero cagando, el hachero durmiendo la siesta, el hachero comprando tabaco y el hachero destripando un animal.
La misma ecuación se repite en su segundo largometraje “Los muertos” (2004). Aquí acompañamos a un hombre llamado Argentino Vargas en su último día de pena carcelaria y su posterior viaje hasta la casa de su hija a través de la selva correntina. Vargas comprando regalos, Vargas enfilando río adentro con una barca, Vargas robando miel, Vargas entregando una carta y Vargas destripando un animal.
Su tercer largometraje se dio en llamar “Fantasma” (2006) y cierra, de alguna manera, una especie de trilogía, la trilogía de la animalidad concentrada o de la humanidad desvelada. En ella, Lisandro Alonso coloca a Misael el hachero y Argentino Vargas en uno de los edificios más representativos de la cultura porteña, el centro cultural San Martin. El hachero y Vargas caminan por los pasillos, entran en los baños, suben por los ascensores, ven una película (casualmente “Los muertos”), fuman delante de las ventanas y se peinan delante de los espejos. No hay más.
Vale, para ser la sinopsis de una película, las descripciones que figuran arriba pueden parecer escuetas, poco académicas y pobres en contenido, pero en verdad no hay más que eso. Y en efecto, es ahí donde, de la misma forma que uno busca y encuentra los motivos para creer que Lisandro Alonso es un estafador, también encuentra, si los busca, los motivos que lo convierten en un iluminado, y que es un poco la misma luz que ilumina al mexicano Carlos Reygadas o el español Jaime Rosales, una luz que lo une a la lista de apellidos que han colocado una cámara donde otros ponen el ojo ocioso, donde aparentemente duerme el pulso y el silencio ya sólo es cuestión de formas.
Premeditadamente o por casualidad, Lisandro Alonso ha logrado algo, ha logrado que sean los espacios y no los personajes los que cuentan una historia, que sean los tiempos y no las explosiones lo que nos excite, los gestos y no las palabras lo que nos guíe y, en definitiva, que sea la cámara y no él quien gestione los pesos y contrapesos de la narración.
En última instancia, las palabras del director con respecto a su primer película pero bien aplicable a toda su obra, extienden el ultimo puente: “La película no habla de un hachero, sino de un tipo que mira a ese hachero en el cine”.