Miraba por la ventana. Estaba en unos de esos días en que cualquier cosa que pasa es buen motivo para reflexionar. Sacar conclusiones. Ir y venir de pasado a presente, ir y volver de futuro a presente. El cotidiano juego de la mente.
Sentía fuerte, algo le faltaba, extrañaba algo que en realidad nunca había llegado a tener.
El sol le hizo recordar. Un patio grande de baldosas grises, líneas rojas, recreos, tizas, libros y un lápiz y una hoja. Los renglones se completaban solos, el lápiz se deslizaba por la hoja como si se conocieran desde siempre.
Nunca supo como fue que esa hoja se voló. Pero un día ya no estaba.
Pasaron los años. El lápiz quedó en un cajón junto a otras tantas chucherías que no se decidía a tirar, no llegaba a pasar al primer cajón de las cosas de todos los días.
Seguía en la ventana cuando un viento hizo aterrizar un avión de papel en su hombro. Lo abrió. Era una hoja llena de renglones con diferentes formas, líneas rectas, curvas, horizontales, diagonales. Parecía extraña, lejana pero calida a la vez. Había frases sueltas, intrigantes y tenia aroma…aroma a especies, como si hubiese estado durmiendo en una vieja alacena por largos años. Corrió al cajón de las chucherías y buscó ese viejo lápiz. Le sacó punta y atacó eufóricamente esos renglones. De repente sentía liviandad.
Resultó algo confuso, desarmado, desprolijo. Con cierta impotencia, decidió volver a armar el avión y soltarlo para que vuele.
Corrió a la cocina, ahí su creación no conocía limites. Empezó a batir seis claras a punto nieve. Seguía pensando en ese avión, como era que ese sencillo papel le provocaba tanto revuelo? Batió seis yemas con una taza y media de azúcar, media taza de aceite, tres cuartos de taza de agua, esencia de vainilla y una taza y media de harina con tres cucharaditas de royal y una pizca de sal. Aterrizó de la nada devolviéndole algo que ya creía perdido. Mezcló de forma envolvente ambas preparaciones. La volcó en un molde de veinticuatro centímetros de diámetro.
Cuando estaba por llevar la preparación al horno sonó el timbre. Era el cartero. Insólitamente le entregó el avión que había hecho despegar tiempo atrás. Lo abrió y pudo reconocer en el papel lo que había intentado dibujar pero convertido ahora en una dulce melodía. Por medio de lo simple y puro, de sentimientos ingenuos y despojados, de risas.
Llevó la preparación al horno. Durante los cuarenta y siete minutos y treintaiun segundos que espero a que se infle leyó y releyó y volvió a leer el avioncito una y más veces. Una sonrisa se le iba dibujando en la cara. Una sonrisa dulce y cómplice.
Chilló el timbre. El horno avisaba que estaba lista. La sacó, la abrió al medio, la humedeció con un almíbar improvisado y la rellenó con mucho mucho dulce de leche “estilo colonial”. La bañó en chocolate y le pincho una por una las velas. Agarró el lápiz que había dejado tirado por ahí y en una hoja sin renglones escribió “Chin cHin! Por una vida llena de dulces sOrpresas, risas y Todo lo que haga lindO al alma”
Envolvió la torta en un gran avión de papel y con un envión lo hizo despegar en dirección al noreste. Acomodó la cocina y guardó el lápiz, ahora un poco más gastado, en el primer cajón.