Revista Cultura y Ocio
Llegó apurada y se sentó a mi mesa, si es que puedo decirle mía a una mesa del desayunador comunitario de un hotel de King's Cross. Estaba discutiendo con alguien por teléfono, lo hacía en un idioma con muchas jotas y sonidos guturales, pero no me sonó extraño, hace mucho que en Londres no se habla más en inglés. Me miró, arqueó las cejas y movió la cabeza a modo de saludo, después se apretó el labio inferior con los dientes de arriba como para mostrarme cuánto le molestaba la conversación que estaba manteniendo. Tapó la bocina y protestó, con un acento foráneo: Mums. Mientras seguía escuchando, sacó un KitKat Dark del bolsillo, partió una barrita y me la ofreció, pero se la rechacé por vergüenza. Entonces alejó el móvil del oído y resopló aparatosamente, luego me preguntó de dónde era. De Colombia, mentí. Ah, Colombia, bonito país, ¿no? Sí, murmuré y hundí la vista en el libro para que no indagara más. El monólogo telefónico continuaba y ella me iba traduciendo al inglés lo que le decía su madre: quería saber si hacía mucho frío, si estaba comiendo bien, durmiendo mucho, gastando poco, etcétera. Pero, ¿qué edad tienes?, le pregunté con descaro. Veintiséis, dijo. ¿Y no te parece que una chica, a los veintiséis años? Sí, sí, ya sé, pero las madres son iguales en todo el mundo, si no, pregúntaselo a mi primo que ya tiene treinta y ocho y sin embargo… Lo dijo como si en verdad creyera que yo iría a buscar al primo para cerciorarme de que todavía era hostigado por su madre. ¿Y tú de dónde eres?, me animé. De Israel, respondió. Ah, dije, mientras sentía que un escalofrío me trepaba la espalda al imaginar lo que habría pensado mi padre -sirio y fundamentalista- si me hubiera visto allí, sentado con una enemiga, porque él consideraba enemigos a todos los israelíes y me lo había incrustado en el seso desde muy pequeño. Hacía más de veinte años que mi viejo había fallecido, pero esas cosas no se borran con el tiempo. Ecos de la Nada, pensé. You gonna stay here?, preguntó ella y me trajo de vuelta; Yes, dije; Ya vengo, ¿me cuidas el ordenador?, preguntó; Sure, le confirmé; Great, finalizó. Era alta, morena, tenía una cara hermosa, con rasgos fuertes, bien marcados, pero al moverse daba la impresión de que no podía controlar del todo su cuerpo. Antes de salir, me alcanzó los auriculares y me pidió que luego le dijera si me gustaba la canción que ella estaba escuchando: Ad schea schemech tichpä, ber scheva baboker, essré bamétikout schelcha. No entendí nada, le dije con una sonrisa bobalicona cuando volvió, pero tiene una voz muy dulce, aclaré. Entonces acercó su boca a mi oreja y tradujo: Hasta que el Sol se oscurezca a las 7 de la mañana, voy a nadar en tu dulzura, o algo parecido, pues estoy haciendo una traducción de su traducción. Lo que vino después queda en el distrito de mi intimidad, pero siento que por una vez se pusieron de acuerdo estos dos pueblos políticamente tan distanciados, y que cruzaron varias veces sus fronteras por la franja más húmeda y cálida. Me veo como una especie de redentor, de pacificador racial o algo así. En fin, son cosas que pasan por mi cabeza.