Ayer nos amanecíamos con la triste noticia del fallecimiento de Zygmunt Bauman, el filósofo y sociólogo polaco que nos ayudó a entender mejor la sociedad moderna en la que vivimos. Fue él quién acuñó el término «modernidad líquida» para referirse a la naturaleza de la sociedad occidental de las últimas décadas, y que terminó plasmando magistralmente en un libro con el mismo título. Él nos enseñó cómo todas las certezas sobre las que venimos pensando y actuando desde hace décadas se están derritiendo ante nuestros ojos. Y que esa licuefacción de la realidad nos obliga a replantearnos constantemente la validez de muchos supuestos, paradigmas y formas de hacer las cosas.
En su discurso de aceptación del Premio Príncipe de Asturias de Comunicación y Humanidades 2010, Bauman decía: «Nosotros, humanos, preferiríamos habitar un mundo ordenado, limpio y transparente donde el bien y el mal, la belleza y la fealdad, la verdad y la mentira estén nítidamente separados entre sí y donde jamás se entremezclen, para poder estar seguros de cómo son las cosas, hacia dónde ir y cómo proceder. Soñamos con un mundo donde las valoraciones puedan hacerse y las decisiones puedan tomarse sin la ardua tarea de intentar comprender (…) [pero vivimos en] un mundo donde la única certeza es la certeza de la incertidumbre.» (Las partes resaltas son mías.)
Aunque estas palabras y su obra en general surge a partir de su pensamiento sobre las ideologías —políticas, económicas, etc.—, es imposible obviar las implicaciones que tienen para casi cualquier otro aspecto de la vida moderna. Y la efectividad personal y de las organizaciones no es una excepción, como bien sabemos los que llevamos ya varios años intentando innovar en este campo. Porque la naturaleza líquida de la realidad que nos ha tocado vivir desde mediados del siglo XX, y muy especialmente en lo que llevamos de este siglo, ha cambiado radicalmente las reglas de juego a la hora de intentar conseguir los resultados que nos proponemos.
Así, por ejemplo, la «liquidez» de la realidad implica que la prioridad relativa de las cosas que tenemos que hacer cambian cada vez con mayor velocidad, algo que resulta aún más evidente para los llamados trabajadores del conocimiento. Asignar una prioridad a cada tarea asumiendo que esta permanecerá constante a lo largo de los días puede que funcionara durante buena parte del siglo pasado, pero hoy en día es una pérdida de tiempo.
La realidad que describe Bauman nos dice que asignar prioridades ya no es una forma válida de priorizar. Para priorizar en un mundo líquido tienes que mantener un inventario actualizado de recordatorios de todo lo que tienes que hacer, organizado de tal manera que sea posible revisarlo cada vez que lo necesites y te permita elegir sobre la marcha qué tiene más sentido hacer en función de las circunstancias específicas de cada momento. Evaluar sobre la marcha —liquidez—, frente a asignar prioridades —solidez. Este es, por ejemplo, uno de los principios generales que subyacen detrás de la metodología Getting Things Done® (o GTD®, para abreviar) propuesta por David Allen en 2001, y que la ha llevado a convertirse en estándar de productividad personal en el trabajo del conocimiento. Y por supuesto, también está presente en los genes de la metodología de nueva generación OPTIMA3®.
Por otra parte, que la realidad tenga una naturaleza líquida implica que los trabajos para toda la vida, la eterna aspiración vital de nuestros padres y abuelos, están al borde de la extinción —si es que no se han extinguido ya. Como ya han aprendido muchos jóvenes y no tan jóvenes a estas alturas, el consejo de «tú estudia una carrera, colócate en una buena empresa y quédate ahí hasta que te jubiles», no por bienintencionado deja de ser un pésimo consejo.
La búsqueda de la estabilidad laboral, entendida como tener una carrera profesional y trabajar en la misma empresa para toda la vida, se da de bruces con la realidad y está abocada a la frustración y el fracaso. Algunas de las cualidades profesionales indispensables que buscan las empresas del siglo XXI son adaptabilidad, tolerancia al riesgo y la incertidumbre, movilidad, curiosidad, capacidad de aprendizaje… cualidades muchas de ellas incompatibles con ese ideal. La alternativa a la «solidez» del trabajo para toda la vida está en abrazar la mentalidad knowmad. Reconocer que el entorno en el que debes trabajar es cada día más volátil, incierto, ambiguo y cambiante; que reinventarse cada cierto tiempo, y trabajar de manera innovadora y creativa, no es una opción, sino una necesidad; que necesitas desarrollar todo tipo de competencias transversales; que trabajar de manera individual no te llevará muy lejos, y debes estar dispuesto a trabajar en colaboración, con cualquier persona, en cualquier momento y lugar, si quieres obtener resultados significativos.
Sé que esta realidad incomoda a muchas personas, y que a muchos les gustaría que las cosas fueran distintas, pero es la realidad que nos ha tocado vivir. No tenemos elección. Debemos dejar de pensar en términos absolutos y estar dispuestos a admitir que nuestras creencias sobre cómo son —o deberían ser— las cosas, pueden convertirse en un obstáculo a la hora de progresar, en la vida y en el trabajo. Hoy, más que nunca, la efectividad personal pasa por volvernos líquidos.
Foto cortesía de Wikipedia.