EL ARTE COMO NOÚMENO Y FENÓMENO TRASCENDENTAL
ESENCIA Y REPRESENTACIÓN
Max Ernst - L'Ange du Foyer ou le Triomphe du Surréalisme (1937), óleo sobre tela.
'El arte está hecho para ser sentido y no para ser comprendido. Por eso, cada vez que se quiere hablar de él según la inteligencia no se dicen más que tonterías.'
Remy de Gourmont
La afirmación casi absolutista de que el arte es una mera reconstrucción recreativa que realiza el hombre a partir de la realidad para crear objetos estéticos, no es en sí, una premisa post-modernista e innovadora sino que su enunciado básico de justificar la obra de arte como acto secundario de las sensaciones o vivencias del artista se remonta a siglos de antigüedad bajo la estructuración de palabras y nociones similares. Es así, como Aristóteles en su época había ya planteado que el arte era mera imitación, en su Poética, el griego reflexiona acerca de la naturaleza de las artes y supone que éstas nacen como una necesidad intrínseca de expresión a partir de la imitación de las estructuras de la realidad.
La hipótesis de, no es la obra la que define la finalidad del arte sino más bien el artista como amanuense, en su labor imitativa o combinatoria quien hace posible la trascendencia del hecho estético, subyace a toda argumentación en pro o en contra de una búsqueda por el entendimiento de lo artístico.
En este sentido, la pregunta ¿es el arte invención o esencia? se adhiere a lo más profundo de la hipótesis de ver al creador como un mezclador y en consecuencia su formulación se problematiza en dos vertientes a saber: la primera que se plantea desde lo antropológico y arqueológico y la segunda que se justifica desde lo metafísico y axiológico.
Sin lugar a dudas no podemos negar la premisa fundamental de Aristóteles, pilar de casi todas las concepciones occidentales de nuestra cultura, su reflexión postula una verdad inamovible que a lo largo de los siglos sólo ha sido retomada, reconceptualizada y reforzada, sin embargo, y gracias a esta misma sentencia, muchos pensadores han llegado a ciertas tesis algo curiosas, ya sea en su forma o en su contenido.
La finalidad de esta disertación será en últimas la de intentar develar la naturaleza del arte, pronosticando desde luego que este ejercicio, por lo demás, sólo será una mera anticipación a investigaciones futuras que den un poco más de claridad acerca del tema.
El romántico alemán Goethe, influenciado quizá por el determinismo aristotélico, pensó gracias a la fuerte y asombrosa expresividad de sus contemporáneos que el arte estaba tocando su fin, que definitivamente había llegado la muerte del arte y que en consecuencia era necesario utilizar la filosofía como una salida para el enriquecimiento del entendimiento y la fabricación de soluciones a las preguntas esenciales de la naturaleza del universo. Su sistemático filosofar lo llevó a creer en un absoluto que estaba a punto de manifestarse ya sin la necesidad de las artes. Tal concepción netamente metafísica e interxtextual se basó en la concepción de la unificación de lo universal y en la explicación basada en fuentes históricas de la imposibilidad artística por producir nuevos géneros o clases de arte.
Dicha formulación pesimista llevaría a pensar, que el arte, fatigado en sus posibilidades de representación escasamente repite motivos universales dados desde la subjetividad del artista. Más, tal aseveración defendida por Walter Benjamín en su trabajo “La obra de arte y su reproductibilidad técnica” o por el filósofo Regis Debray quien define la muerte del arte a partir de una alienación dada por la manipulación de la imagen ante el espectador, solo nos conlleva a concluir que para dichos autores el arte como acto creativo ya no tiene más finalidad que la de recrear desde invenciones muertas necesidades endógenas al autor y que su única finalidad estribaría en la relación que se da entre el objeto artístico, la sensibilidad y expresión del artista y la interpretación y aprobación del espectador.
Tal relación, entonces, es preciso admitirlo, no demuestra una muerte del arte sino que demuestra es una degradación del hecho artístico. Teniendo esto claro, podemos ahora pasar a argumentar y discutir las dos vertientes bajo las cuales se ha dado en explicar el arte.
Ambas, sin embargo, se desarrollan bajo el eje o pilar aristotélico, la primera antropológica y arqueológica no sólo busca reforzar la sentencia del griego sino que en su empeño argumentativo los autores aunados a esta vertiente procuran justificar retóricamente el hecho imitativo y la muerte o limitación en que recae el arte. Es así, como bajo esta cofradía de intelectuales encontramos autores estructuralistas, post-estructuralistas, racionalistas, empiristas escépticos y generalmente todo los críticos que deben su crítica a la obra de arte. Para este aprisco de rígidos pensadores la cuestión se centra en que lo único que se hace con el arte es llevar a cabo la expresión de sensaciones, impresiones o emociones referidas por la realidad a partir de técnicas desarrolladas y estructuradas en un lenguaje afín a un código común. Es así, como el curioso Levy Strauss sentencia su unión a lingüística susseriana concibiendo el arte como un sistema de signos, o como un conjunto de sistemas significativos revelando que la prioridad del arte es la de hacer posible la revelación de aquellas cosas que ancladas en el espíritu o en la cultura necesitan ser explícitamente expresadas por un medio común que las lleve a la comunión con lo universal. Su concepción observa el arte como ese conjunto semántico que a partir del signo logra producir el significado de la reunión de varios significantes.
El conjunto de estos significantes generan el significado, o sea, una nueva interpretación de lo que se siente o lo que se quiere manifestar. La visión estructuralista de Strauss se acerca más a la definición de signo de Lacan ya que es la reunión de varios significantes los que dan sentido al significado. En este sentido, no es la reunión de los significantes lo que vale en la obra de arte sino el significado, como tema, el que surte el efecto aprobatorio en el espectador. Este discurso antrópico, que a través de la decodificación del producto verdadero que subyace a toda obra busca reconstruir el sentido de la misma,[1] estaría relacionado directamente con lo que propone Roland Barthes con su afirmación de que no hay creadores sino solo combinadores. Con esta arqueología de los signos artísticos dados desde la antropología de Levy Strauss es que se justificarían los Ejercicios de estilo de Raymond Queneau, las formas escritúrales de Rouseull, basadas en la intertextualidad y en la azarosa combinación de los signos dados a partir de un tema cualquiera y también, el infatigable proyecto simbolista Golpe de dados de Mallarme.
Como podemos apreciar, los militantes de esta clase de argumentación se basan en que el arte es sólo el producto en conjunto de muchos signos que buscan expresar un tema ya dado y que por su misma ubicuidad o permanencia en el tiempo contiene en sí mismo atisbos intertextuales y limitados que hacen de su lectura un mero símbolo no de cosas singulares o inteligibles sino de cosas sensibles universales y comunes que son recreadas como improntas a través de las épocas y de las diferentes técnicas con que se cuente. El arte finalmente sería solo un instrumento utilizado por la humanidad para dar evidencia de sus invenciones semánticas, abstractas y definitorias de la cultura misma.
En este sentido, el artista sería solamente como dijo Vasconcelos, el obrero plástico de la doctrina revelada latente en cada época.
Sin embargo, este argumento antropológico ha sido severamente debatido y en consecuencia es necesario dar cuenta del segundo fundamento que teniendo como eje el determinismo aristotélico busca priorizar la subjetividad y la esencia del arte como arte.
El segundo argumento de carácter metafísico y axiológico pone en duda el tema, la formulación, el conjunto de significantes y el significado, destruye por completo la concepción estructuralista de ver el arte como un acto de intertextualidad y combinación y en su lugar propone la tesis de que el arte se basa en la necesidad de expresar algo intangible no dado antes y que se sirve de los recursos de la naturaleza para su representación como unidad única, en este sentido es una cosa que se pone más en el mundo, es un algo nuevo. El arte visto como un acto creativo que genera naturaleza nueva. El arte como revolución.
En esta tendencia encontramos la patafísica de Alfred Jarry quien a la cabeza de dicho movimiento establece que la finalidad del arte es explicar y estudiar las leyes que rigen las excepciones y explicar el universo complementario o, menos ambiciosamente, describir el universo que podemos ver y que tal vez debemos ver en lugar del tradicional, el arte como algo que puede comulgar con la vida y que puede en ella reproducir su finalidad imaginaria de generar cosas imposibles o mejores.
Desde esta vertiente el arte sería, como dijo Fernando González Ochoa, el modo de comunicar la desnudez de la vivencia. Se trata entonces de hallarle el sentido expresivo y estético que tiene el arte en si mismo. Bergson siendo un científico dado al determinismo y a la explicación de la conciencia a partir de las ciencias exactas admitía ante la pregunta: ¿Cuál es el objeto del arte? que si la realidad golpeara directamente nuestros sentidos y nuestra conciencia, y si pudiéramos entrar en comunicación inmediata con las cosas y con nosotros mismos, realmente el arte sería inútil. En este sentido la obra de arte ya no enumera una serie de signos semánticos o de combinaciones intertextuales sino que es en si misma un producto que habla de algo nuevo. La obra de Dalí, de los surrealistas, de los dadaistas no se definiría por la técnica o su conjunción histórico-semántica sino por su evidenciación infalible ante el mundo, por esa secreta evidencia de ser otra cosa que debe estar comprendida bajo un lenguaje que tiene que ser, también, descubierto en la misma maraña bajo la cual la obra de arte se representa.
Así la aseveración de Paul Klee tendría todo el fervor y la honestidad de demostrar una verdad, al observar que el arte no reproduce lo visible, sino que hace visible lo que no siempre lo es. El arte ya no como representación de un algo sino como esencia misma de la cosa en sí.
Así el arte sería la producción ya no limitada de temas ya propuestos y contados sino que se basaría en la producción asombrosa de metáforas y objetos inimaginables pero aceptados en su momento de representación como fenómenos.
De esta forma la argumentación de ver el arte como esencia y posibilidad propia de creación de cosas nuevas, anularía la concepción antropológica y arqueológica del primer grupo y sustentaría con creces la enunciación del director Stanley Kubrirk de que la sensación de misterio es la única emoción que se experimenta más poderosamente en el arte que en la vida. Y por lo tanto en el arte es en lo único que podemos adentrarnos con mayor compromiso y modestia para hacer más llevadera nuestra existencia.
El artista, por lo demás, pasaría a ser el instrumento del arte, y en consecuencia su habilidad pictórica, narrativa, visual, dramática, auditiva o táctil, serviría para dar forma al noúmeno que angustia el alma de todo creador y que se hace tangible y se independiza de éste sólo en el momento en que el hombre como hacedor utilizando su técnica u oficio lo lanza hacia la vida, pero esta vez, como fenómeno artístico, como elemento sensible, y ya no intangible, que puede ser aprehendido por los demás.
Quizá, el arte sea a la vez las dos cosas; una invención en un primer momento, un simple noúmeno, una cosa impalpable anclada en la mente del artista, que se va consolidando con el pasar de los días, una invención que se edita y se organiza, un programa que se escribe y se corrige en la sagrada intimidad de cada artista y que luego pasa a ser esencia, cosa perceptible, veraz, producto que habla por si solo de lo que el mismo es o presiente. A lo mejor, el arte es noúmeno y fenómeno trascendental que hace posible la existencia del artista, y finalmente nuestro deber consista en ver en la obra de arte, como dijo Oscar Wilde, cosas, quizá, no vistas por el propio autor, porque, en últimas, el arte al ser esencia sería algo que el artista desahoga en el momento de su creación, sería un exorcismo y la obra de arte, ulteriormente, tan sólo tendría el deber único y poético de trasmitirnos un destino o al menos de darnos una vislumbre de él tal y como lo dijera el asombroso y fantástico Jorge Luis Borges.
En conclusión, el arte tiene ingredientes de los dos argumentos, pero en definitiva el objeto de arte y el arte no son el desenlace de una mera combinación dada por el azar o la técnica o por la hipertextualidad, sino que son sujetos propios que emanan definiciones diferentes en cada mente, en cada espectador y que sirven para desarrollar y evolucionar nuevas formas de ver, sentir, tocar, oír y gustar el universo.
Quizá, finalmente Aristóteles si se equivocó, y el arte no es imitación sino alumbramiento, éxtasis, evolución. Algunos dirán cosas diferentes, parecidas, en contra o a favor de esta disertación, lo que si es cierto y nadie podrá negar es que seguiremos creyendo en el arte como algo vivo y no muerto porque como afirmó, para toda la eternidad el colérico de Nietzsche: el arte es el gran estimulante de la vida.
Esto es lo mejor que puedo precisar, el resto lo dejo a ustedes porque creo firmemente al igual que Kipling que a un autor puede estarle permitido escribir una fábula, pero no su moraleja.
[1] La antropía estaría en este sentido definida como la investigación de la desintegración de las cosas que se producen.