Revista Pareja

El arte de no gustar a todo el mundo

Por Cristina Lago @CrisMalago

opiniones ajenas

¿Y si hago esto? ¿Y si hago lo otro? ¿Qué concepto tendrán sobre mí? ¿Qué me dirán? ¿Quedaré como una persona resentida? ¿Hablarán de mí a mis espaldas? Preocuparse en exceso de lo que los demás piensan sobre uno mismo, es una puerta segura a la ansiedad, la baja autoestima y el miedo a las relaciones.

Es inevitable. Todos necesitamos revalidar una parte de nuestro autoconcepto a través del feedback que recibimos de nuestro entorno. La identidad de cada persona se alimenta en muchos sentidos de los reflejos que obtiene de aquellos que le rodean. A lo largo y ancho de este blog, hablo a menudo de cómo nuestras relaciones nos ayudan a conocer las partes de nosotros que normalmente permanecen ocultas a nuestros ojos. El gurú alemán Eckhart Tolle decía, con mucho tino, que era más probable que tres relaciones fallidas en tres años te obligasen a despertar más que tres años en una isla desierta. Si has llegado hasta aquí y estás leyendo estas palabras, seguramente tú mismo ya hayas empezado a darte cuenta sin necesidad de un gurú.

Crear una imagen de uno mismo sin ningún tipo de contacto o influencia del exterior, sería una hazaña digna de verse.

Observar el resultado de nuestra interacción con los demás y aprender de ello, es sano y es necesario. Ahora bien, cuando esto se extiende al punto de condicionar todos nuestros actos e incluso nuestra manera de afrontar la vida a lo que hipotéticamente pudieran pensar, sentir o querer otras personas, esto se convierte en un perpetuo dolor de muelas. Nos trasladamos a vivir a un mundo poblado de voces imaginarias, por supuesto siempre críticas, ante las cuales adoptamos o bien una actitud complaciente (y temorosa) o el extremo opuesto de la misma neurosis: un quemeimportismo agresivo que obedece al principio de golpeo antes de que me golpeen.

Toda relación humana debiera ser un camino en dos direcciones: estas dos actitudes impiden que esto suceda. Si complazco para que me aprueben, me niego a mí mismo y si rechazo para que no me rechacen, niego al otro. El resultado: no obtengo aprobación por lo que soy, sino por lo que finjo ser.

El trabajo de la madurez consiste en muchos sentidos en negociar entre estos extremos para alcanzar un término medio, por el cual, yo no me siento vulnerado en mis principios ni vulnero los principios ajenos.

¿Cómo liberarse del yugo de la opinión ajena?

Te voy a proponer un ejercicio muy sencillo. Piensa en una persona cuya forma de ser te resulte admirable en su conjunto. Puede ser un amigo, un pariente, tu pareja o simplemente un personaje conocido. ¿Cómo es? ¿Es pasivo o agresivo? ¿Tiene carácter o es sumiso? Con toda seguridad, la persona en la que estás pensando es alguien que posee ideas propias, tiene un carácter definido, es responsable de sí mismo y no vive al arbitrio de la opinión externa.

Una persona a la que tiene sin cuidado si gusta o no gusta a todo el mundo.

Cuando somos niños, nuestra personalidad se va forjando en relación con nuestra familia: más tarde, nos apoyamos en la aprobación de nuestros amigos, compañeros profesionales o parejas. Existe una tercera etapa en la que ya hemos adquirido un amplio aprendizaje social e íntimo y podemos preveer más o menos las consecuencias de nuestros actos: en este punto es cuando empezamos a tomar decisiones de acuerdo a nuestros principios y experiencias.

Muchas personas se quedan estancadas en el paso previo a esta etapa, por las siguientes razones:

- Seguimos creyendo que nuestra felicidad depende de los demás.

- No asumimos el riesgo de poder equivocarnos.

- Nunca llegamos a abandonar el nido. Hemos pasado de los brazos de los padres a los de las parejas y los amigos, sin un tiempo (y distancia) necesarios para descubrir quienes somos y qué queremos nosotros.

Los demás no son quienes viven nuestra vida. Podemos escuchar, consultar y pedir opiniones a nuestro entorno sobre aquello que nos preocupa, pero en última instancia, somos nosotros quienes vivimos los éxitos y los aprendizajes que conlleva cada una de nuestras decisiones. Los amigos, las parejas, los padres, irán desapareciendo con el tiempo: pero tú eres quien deberás convivir contigo mismo para siempre, con lo que lo que hagas, pienses y determines ha de estar en consonancia contigo mismo y con lo que tú busques de tu vida.

Nadie más que tú se va a encargar de que tú seas feliz y consigas tus metas.

Todo esto suena genial, pero ¿cómo empiezo?

La asertividad es tu mejor aliado. Aprender a identificar lo que sientes y a expresarlo es un entrenamiento que no requiere ningún esfuerzo sobrehumano y que además, da buenos resultados antes de lo que tú mismo prevees. ¿Un ejemplo? Cada vez que vayas a hacer algo que no quieres hacer para complacer a alguien, dale a la tecla de PAUSE por un momento y pregúntate: ¿realmente quiero hacer esto?. Si la respuesta es no, prueba la vía asertiva: hoy no me apetece salir, otro día ya quedaremos. Lo siento, pero prefiero no hacerlo, porque me hace sentir incómodo. Me siento molesto/a y ahora mismo prefiero no hablar. Gracias por respetarlo.

Amar (y ser amigo, hijo, padre, hermano y colega) significa tener que decir muchas veces me siento..

Equivocarte, dar pasos en falso, meter la pata, llorar delante de alguien, pedir ayuda o hacer estupideces no te convierte en un ser horrible condenado al ostracismo social, te convierte en una persona humana y accesible. Como decía Agatha Christie: es curioso, pero solamente cuando ves a las personas hacer el ridículo, te das cuenta lo mucho que las quieres.

Lo que piensen los demás, es incontrolable e inevitable. El intentar hacerse cargo de lo que miles de millones de cerebros distintos en este mundo puedan pensar de ti, es una labor tan titánica como inútil.

¿Se trata, pues, de no importarte un pimiento lo que digan de ti? Con ciertos matices. El individualismo se suele confundir a menudo con el egocentrismo. Yo puedo ser yo misma y obrar como considere que debo hacer, pero sin el rebote de mis acciones en los que me rodean, difícilmente sabré si acierto o estoy errando.

El parecer ajeno debe reforzarnos, enseñarnos y en ocasiones, servir como referente en general, pero nunca debe convertirse en una prisión que cercene nuestra libertad de acción y pensamiento. Aprendamos también a valorar a las personas de nuestra vida cuya opinión realmente merece ser tenida en cuenta: son aquellas que cuando lo estés haciendo mal, les importarás lo suficiente como para darte una buena colleja.


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