Revista Ciencia

El cerebro y la música (1)

Publicado el 06 septiembre 2021 por Miguel Angel Verde Valadez @arcangel_hjc
El cerebro y la música (1)Los instrumentos musicales más antiguos que se conocen se encontraron en las cuevas de Isturitz, en Francia, y de Geissenklösterle, en Alemania. Se trata de unas flautas hechas de hueso de ave que datan de hace unos 32 000 años. ¿Para qué usaban la música los habitantes de esas cuevas?
No hay manera de saberlo porque la música no deja rastros duraderos una vez que se acaba. Pese a todo, podríamos imaginarnos algo así: un grupo de humanos primitivos lleva a cabo sus actividades cotidianas. En las proximidades de la cueva las mujeres recogen frutos, algunas con criaturas en brazos. Los niños juegan cerca de ellas. Los hombres vigilan, arma en mano, antes de irse a cazar. Un bebé llora. Su madre le canta para tranquilizarlo. Se oyen otros sonidos: el viento pasando entre las hojas de los árboles, pájaros, el rugir de algún felino. Detrás de un árbol un hombre toca la flauta para una mujer. Cae la noche. A la luz de la fogata suena el golpeteo rítmico de un instrumento de percusión hecho de corteza de árbol. Un anciano repite monótonamente un cántico que embelesa al grupo. Todos bailan mientras tocan las flautas de hueso. El placer de la actividad coordinada genera un ambiente de camaradería que deja a los participantes extasiados.
Un misterio
Hay quien expresa su identidad por medio de su atuendo y usa la ropa como si fuera una tarjeta de presentación. Otras personas se definen por lo que leen: se puede obtener mucha información acerca de ellas examinando el contenido de sus libreros. Pero no todo el mundo les da importancia a la moda o a la lectura, ni confía su imagen personal a su vestuario o a su biblioteca. Una expresión de identidad más común es la música que escuchamos. Si te pareces a nosotros —y estamos casi seguros de que en esto sí—, entre tus pertenencias más personales se encuentra tu colección de música.
La música nos gusta por diversas razones, pero sobre todo porque inspira emociones, desde la oleada de placer abstracto que nos pone la carne de gallina sin saber por qué, hasta la nostalgia del recuerdo que nos evoca. Tanto significado emocional le damos a la música que es fácil ponerse sentimental y no apreciar el enigma que entraña. Charles Darwin lo expresó por primera vez en 1871, en su tratado sobre el origen de los humanos: "Puesto que ni la capacidad de disfrutar ni la de producir notas musicales tienen la menor utilidad para el hombre en sus hábitos cotidianos, hay que clasificarlas entre las facultades más misteriosas de las que está dotado". No es que Darwin desdeñara la música ni las distintas funciones que cumple (ambientación para rituales, bálsamo del alma, herramienta para el cortejo). El padre de la evolución se refiere más bien a que no es de ninguna manera evidente que las facultades musicales nos confieran a los humanos ventajas en el juego de la supervivencia: no nos sirven para defendernos de las fieras, ni para cazar a nuestras presas; no calientan nuestro hogar, no nos ayudan a obtener agua ni cuidan nuestros cultivos. Desde el punto de vista evolutivo el origen de la música es un misterio.
El cerebro y la música (1)Para qué sirve la música
La mayoría de los investigadores que buscan el origen de las habilidades musicales se basan en dos hechos observados y una suposición. Los hechos observados son que todas las sociedades humanas conocidas hasta hoy tienen música y que las habilidades musicales se manifiestan desde las primeras etapas del desarrollo de los niños. Un bebé de dos meses ya discrimina entre sonidos considerados agradables y sonidos que para la mayoría son desagradables, además de ser capaz de recordar melodías escuchadas varios días antes. De aquí se puede concluir que la música es innata: nacemos dotados para apreciarla sin que nadie nos enseñe. La suposición que mencionamos es que las habilidades innatas son adaptaciones en el sentido evolucionista del término capacidades que dan a los organismos que las poseen mayores probabilidades de procrear y que, por lo tanto, van cundiendo en la población al paso de las generaciones hasta que sólo quedan individuos con esas capacidades. Dicho de otro modo, si la evolución nos ha dotado de cerebros musicales, debe ser porque la música confirió a nuestros antepasados alguna ventaja en el entorno en que vivían.
Así pues, indagar acerca del origen de las facultades musicales equivale a buscar qué ventajas da la música a un grupo de homínidos en las llanuras primitivas. Hay quien alega que la música servía para mantener unido al grupo, lo cual tiene ventajas más o menos evidentes para unos organismos que tienen que defenderse de fieras más fuertes y veloces que ellos, y que han de dar les cacería para obtener alimento. Darwin, por su parte, pensaba que la música en los humanos surgió como herramienta para el cortejo, igual que la cola del pavorreal y el canto de muchas aves (opinión hoy minoritaria: si la música fuera de origen sexual, ¿por qué cumple tantas otras funciones y aparece en actividades tan diversas?).

¿Pastel de queso para los oídos?
El psicólogo experimental Steven Pinker, del Departamento de Psicología de la Universidad de Harvard, tiene una opinión iconoclasta: que la música no es una adaptación, sino una especie de efecto secundario de otras habilidades y necesidades del organismo humano. Pinker compara la música con el pastel de queso (sin ningún afán peyorativo, hay que añadir). Este manjar contiene grasas y azúcares en grandes cantidades y tiene una textura cremosa que hace agua la boca. El pastel de queso es una tecnología que hemos inventado para estimularnos artificialmente los circuitos cerebrales del placer. Estos circuitos han evolucionado para indicarnos que hemos efectuado una acción que mejora nuestras probabilidades de vivir; por ejemplo, obtener alimentos llenos de energía para sobrellevar las épocas de vacas flacas (o, tomando en cuenta el modo de vida de nuestros antepasados, de mamuts flacos). El pastel de queso con centra estímulos placenteros que en cierta manera engañan al cerebro, haciéndole creer que hemos llevado a cabo una acción que promueve nuestra supervivencia. La música, según Pinker, es igual. Sus sonidos repetitivos, ordenados y predecibles, nos hacen cosquillas en los centros del placer que sirven para indicarnos que hemos encontrado un ambiente ordenado y predecible, un ambiente seguro.
El cerebro y la música (1)Para sustentar su tesis del “pastel de queso auditivo” Pinker señala que la música puede ser innata sin ser adaptativa, como otras tecnologías del placer; por ejemplo, la gastronomía: el organismo sólo exige nutrientes, sin requerir que éstos vengan cocidos, sazonados y servidos con una ramita de cilantro. Además, dice Pinker, la hipótesis de la cohesión social y las otras de ese tenor —que la música tranquiliza, o que fortalece el vínculo entre la madre y la cría— en el fondo no dicen nada acerca del origen de la música. En efecto, habría que explicar entonces por qué la música favorece la cohesión social, tranquiliza o fortalece el vínculo con la madre.

Percepción del sonido
Describir el sonido en términos de sus características físicas medibles es una cosa; entender los detalles de nuestra sensación auditiva, que tiene bastante de subjetivo, es otra muy distinta. La percepción, en general, es una colaboración entre el órgano que capta el estímulo y el cerebro, que lo interpreta.
El sonido está lleno de información útil acerca del entorno y acerca del prójimo. Para extraerla e interpretarla el cerebro no actúa como una simple grabadora, que recibe una señal y la registra tal cual, sino que distribuye el estímulo sonoro a diversas regiones del encéfalo, donde se llevan a caso los procesos de reconocimiento e interpretación.
El oído es un analizador de ondas sonoras. Cuando se produce un sonido, entra por el canal auditivo, que tiende a amplificar las frecuencias altas (los sonidos agudos). El tímpano vibra y estas vibraciones se comunican a la cóclea, órgano en forma de tubo enrollado donde se alojan las células ciliares. Estas células son como varillas muy delgadas de distintos tamaños. Las más cortas resuenan con las componentes agudas del sonido, las más largas responden a las notas graves, de frecuencias más bajas.
La cóclea, con ayuda de las células ciliares y la membrana basilar, separa el sonido en señales distintas para cada intervalo de frecuencias. Estas señales se transmiten a un haz de fibras nerviosas conocido como nervio auditivo, que las lleva al cerebro como si viajaran por cables separados.
La primera parada en el cerebro es el tálamo, estructura situada en el centro del órgano y que retransmite la señal a la corteza auditiva primaria. Ésta identifica la frecuencia y la intensidad (la nota y el volumen, digamos) del tono que se escucha. Las cortezas auditivas —primaria, secundaria y terciaria— se localizan a ambos lados del cerebro, en una región llamada surco lateral, o cisura de Silvio.
El cerebro y la música (1)Pero identificar la nota y el volumen de los sonidos que van llegando no basta para reconocerlos como música. Para eso está la corteza secundaria, que analiza información acerca de la armonía (la relación de las notas que suenan al mismo tiempo), la melodía (la relación de las notas en su sucesión temporal) y el ritmo (el patrón de notas acentuadas y notas débiles). Ahora sólo falta integrar toda esa información. De eso se encarga la corteza terciaria, y de allí la señal pasa a otros departamentos cerebrales, como veremos.

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