No había oído nada de la novela, nada sabía de su autora, pero Amaya (nunca se cansa de hacerme feliz) me regaló El cielo en un infierno cabe porque tenía unas referencias estupendas.
De esta forma el libro aparece como mezcla de novela histórica, texto didáctico y narración perteneciente al realismo mágico sin llegar a ser nada definido; es cierto que encontramos algo de realismo mágico en los relatos del hospicio, donde la dureza y sensibilidad, la vida y la muerte se unen, desdibujándose la línea que las separa, sin embargo hay expresiones de duda o temor que eliminan la magia y alejan estas historias de dicha corriente:
Y en la exposición de los hechos, Berenguela narra esta mezcla de tormento y felicidad que constituye la vida en el hospicio para los dos niños. Tanto Bárbara como Diego han experimentado el desengaño, el dolor, la belleza, la tristeza y la felicidad en su relación.Pero será la segunda parte, la vida apasionada de los jóvenes Álvaro-Íñigo y la Niña Santa-Isabel, la que nos recuerde, con Quevedo a la cabeza, que merece la pena el amor apasionado porque la esencia de la persona será lo que permanezca; nada podrá superar en felicidad o hermosura a ese sentimiento experimentado en la vida.
En las dos partes un narrador omnisciente abre el relato para presentar al personaje principal del fragmento que actuará a su vez como narrador testigo. Primero será Berenguela la que cuente al Tribunal lo ocurrido durante 13 años en el hospicio, desde que en 1599 ella se hizo cargo de Diego y Bárbara, niña que ostenta el poder de transmitir mediante sus manos bondades o desgracias a quienes la rodean según su estado de ánimo. Precisamente por esto, los alguaciles de la Inquisición se presentan en el hospicio para apresarla pero, en el revuelo, desaparecen los niños y sor Ludovica.
En la segunda parte será la propia Bárbara quien desvele a Berenguela dónde estuvieron y cómo Diego y ella pasaron a formar parte de la hermandad de la magia sagrada, cómo se separaron, al interferir en su relación Diana y Tomás y cómo ella fue apresada.
La novela se cierra con la exposición del final de la historia, en 1626, por parte del narrador omnisciente, quien relata qué fue de cada uno de los personajes desde que Bárbara es condenada a morir en la hoguera.
La perfecta estructura alude también a los espacios. Básicamente son tres en cada parte: La sala de declaraciones del tribunal, la casa del notario Rafael de Osorio y el hospicio de la Santa Soledad en la 1ª Parte, y la celda de Bárbara, la hermandad de la magia sagrada y la sala de declaraciones en la 2ª. Sin embargo, todos coinciden en el Hospicio en 1599 y todos se juntan en el tribunal de la Santa Inquisición en 1625, los dos espacios que marcan a los tres personajes principales: Bárbara, Diego y Berenguela.
Hay otras circunstancias que si bien empiezan siendo una curiosidad, se quedan en la mera expectación pues la autora no ahonda en ellas o no les concede importancia. Es el caso de los formantes del tribunal. Por un lado la pareja formada por el notario y el fiscal es bastante curiosa, uno es de apariencia fiera y de ánimo bravucón, el otro es de apariencia débil y ánimo cobarde, probablemente por el miedo derivado de su homosexualidad. Tanto Rafael como Íñigo tienen su vida marcada por la poesía; la madre del notario es una obsesionada de los versos "Pasé mi infancia asistiendo a justas poéticas y juegos florales [...] de librería en librería". En el caso del fiscal es el padre de éste el poeta. El notario es insomne, mientras que el fiscal es sonámbulo. El notario le cede una habitación de su casa a Íñigo para vivir, sin embargo la relación queda ahí en un cúmulo de curiosidades con un final algo forzado aunque predecible.
Por otro lado, los inquisidores Pedro Gómez de Ayala y Lorenzo de Valera son, dentro de sus semejanzas, antagónicos, uno ávido de poder y el otro ansioso de placeres corporales como la gula o la pereza, y sin embargo se profundiza poco en ellos a pesar de marcar sus cualidades en repetidas ocasiones; asimismo la inquina de Pedro hacia el fiscal es incomprensible ya desde el principio, el temor del inquisidor va más allá de que le pueda usurpar el puesto, pero no queda aclarado.
En cuanto al estilo, hay momentos en los que las hipérboles rozan lo increíble, o pretenden ser demasiado efectistas sin conseguirlo, puesto que ellas mismas se contradicen: "Una cicatriz atravesaba el rostro del fiscal clamando venganza. Era púrpura, rojiza, como la luz [...] confundiéndose con el cortinón de terciopelo carmesí [...] Pero a la testigo no le conmovió tal presagio de sangre; se había presentado voluntariamente a contar su verdad y no pensaba detenerse". Sin embargo más de trescientas páginas después encontramos que "En el rostro enjuto de Pedro Gómez de Ayala se dibujó una mueca maliciosa que erizó el vello de Berenjena".
Normalmente las metáforas son personificaciones de rasgos o fenómenos que conceden importancia a lo tétrico y malvado "la luz de un relámpago atravesó los cristales de una ventana e iluminó la mano derechas del notario, prisionera de la pluma, triste y hermosa a la espera de amortajar palabras...". Sin embargo los niños son cosificados "La hermana Serafina clavaba tapas en las cajas de salazones mientras murmuraba entre dientes: benditos míos, ya está, ahora a volar al cielo". Y la gente se animaliza "cómo se había agarrado cada uno a una ubre de la Blasa a la hora del desayuno" "luego se echaba a las calles de la villa con sus andares de animal".