Revista Cine
En México, por razones históricas, el adjetivo "conservador" tiene connotaciones negativas. Pero despreocúpese: si anoto que La Hora del Verano (L'heure d'eté, Francia, 2008), décimo-tercer largometraje de Olivier Assayas, es un filme orgullosamente conservador, esto no lo hago en desdoro de una de las mejores películas del siempre interesante cineasta parisino. Al contrario, aunque esta cinta destile, como dijera el poeta, "una íntima tristeza reaccionaria". El filme inicia en una espaciosa casa de campo a las afueras de París. Una familia -mamá anciana, tres hijos, varios nietos- festejan los 75 años de la elegante matrona, Hélène Berthier (Édith Scob), quien aprovecha un momento que tiene a solas con su hijo mayor, Frédéric (Charles Berling), para hablarle de la herencia y del futuro próximo de esa casa y de las joyas artísticas que contiene: varios cuadros -entre ellos dos Corots-, innumerables muebles y objetos art-nouveau, y hasta un invaluable cuadernillo con los apuntes y dibujos de un importante pintor ya fallecido, tío de Hélène, a quien perteneció en primera instancia ese bello caserón. Frédéric se niega a tratar el asunto -ella va a vivir mucho tiempo, le dice- pero la señora no da su brazo a torcer: el Musée d'Orsay ha mostrado interés en muchos de los objetos de la casa y él, Frédéric, se tiene que hacer cargo de todo cuando ella muera porque es el único heredero que vive en Francia. El otro hijo, Jérémie (el favorito de los Dardenne, Jérémie Renier), es un ejecutivo que trabaja para una transnacional en China, mientras Adrienne (Juliette Binoche de rubia), la hija, es una diseñadora que reside en Nueva York. Por supuesto, en la siguiente secuencia de la cinta, lo que decía Frédéric que no iba a suceder, sucede: Hélène ha muerto y los tres hijos se reúnen para decidir qué hacer con la casa y los objetos que contiene. Frédéric es el único que quiere conservar la casa para él y sus hijos; Jérémie y Adrienne, que ya no viven en Europa, son menos románticos. Creen que su parte del dinero les ayudará más a vivir en Nueva York y China.Si hay algo claro en La Hora del Verano es que no hay villanos de caricatura. Ni Jérémie ni Adrienne son dos ojetes que desprecian la herencia de su madre ni, tampoco, Frédéric, por más que lo desee, puede ser el héroe que detenga la rueda de la historia. El problema es simple: Frédéric no tiene el suficiente dinero para comprarle su parte a sus hermanos y ellos, que viven y trabajan en el mercado global, necesitan la lana. Más aún: la única de los tres hermanos que sabe de arte es Adrianne y aunque acepta la influencia que en ella tuvo su madre y su tío abuelo -y, por ende, esa casa en disputa-, la realidad es que tampoco le gusta "cargar con el pasado". Si esos cuadros, esos objetos, ese cuaderno del tío abuelo, se pueden vender, que se vendan. Y al mejor postor, qué caray. "Francia no significa nada para mí", afirma en algún momento Adrienne, pero no lo dice para confrontarse con nadie o para escandalizar a sus hermanos. El hecho es que su vida y su trabajo está en otra parte. El hecho es que el mundo globalizado así es y hay poco que se pueda hacer al respecto.La Hora del Verano pertenece a una venerable tradición francesa, el melodrama familiar/coral, que tiene sus raíces en la obra de Renoir, pero que sigue más vigente que nunca en el cine galo contemporáneo (ver el espléndido ensayo "Family Ties", de Ginnete Vincendeau, en Sight and Sound de agosto de 2008, pp-16-20). Así, aunque la casa y sus propiedades son el centro dramático del filme, en realidad la película trata de muchas otras cosas: las complicadas dinámicas familiares, las relaciones padre/hijos, los secretos (más o menos) conocidos, el pasado y los recuerdos que se comparten, inevitablemente, en el seno familiar. Assayas dirige sin dirigir, echando mano de la fluida cámara de Eric Gautier y la invisible edición de Luc Barnier. Aunque sólo hay una toma extendida en toda la película -hacia el final, un plano secuencia de dos minutos de duración-, La Hora del Verano fluye con una facilidad admirable, sin que se noten las hechuras. Assayas logra una narrativa visual tan funcional como elegante, tanto por la forma en la que está montada la película como por la manera en la que la cámara se mueve entre los personajes, sin hacerse notar, sin llamar la atención sobre sí misma. La excepción, decía, llega al final, cuando la hija mayor de Frédéric, la adolescente Sylvie (la jovencita Alice de Lencquesaing, espléndida en Le Père de Mes Enfants/Hansen-Løve/2009), está ofreciendo una fiesta a sus amigos en la casa de campo de la abuela, que ya ha sido vendida. Ahí, Sylvie suelta una lágrima porque sabe que esa casa donde creció su padre, donde vivió su abuela, donde trabajo su tío bisabuelo, ya no le pertenece. Pero los recuerdos, esos sí, nadie se los puede quitar. La vida sigue y si hay una fiesta, hay que divertirse.