Revista Vino

El claro en el bosque

Por Jgomezp24

Cuando conocí a Iolanda pensé enseguida en Marisa Madieri. Su vida compleja, nacida de una circunstancia histórica también compleja, la llevó de su Fiume natal al exilio en Trieste, en el duro tiempo de la segunda posguerra mundial (en la que sería la Yugoslavia de Tito). Nada ahogó su visión alegre y romántica de la vida. Conoció a un hombre muy especial (Claudio Magris) y vivió con intensidad. Escribió poco pero su obra llegó y ha impactado. Su íntima identificación con la naturaleza la llevó a escribir La radura, "El claro del bosque", la fábula de la corta vida de una hermosa y delicada margarita. Cuando conocí a Iolanda y me di cuenta de su profunda conexión con el mundo de las flores, pensé que había llegado a un nuevo claro del bosque. Un claro en el que el aire circulaba con libertad, en el que el sol brillaba con intensidad, en el que las flores convivían en paz con el resto de habitantes del bosque. Un claro en el que la energía y amor de Iolanda y Jacint permitían que todo fuera más fácil y amable, más intenso y agradable.
La experiencia gastronómica que Iolanda propuso demostró que la intuición era buena. No se trataba de una presentación más del libro (de hecho, sólo fue el pretexto y de él, a pesar de Umbral, casi no se habló), sino de la reconstrucción de una mesa de convite casi homérica. Amigos y conocidos, gentes extrañas que se veían por primera vez, nos sentábamos alrededor de una hermosa mesa (26 personas) para compartir experiencias de viaje, para comer y beber las sensaciones que Iolanda, con sus platos, y yo, con los vinos que había seleccionado, proponíamos. Para encontrarnos y, un poco por lo menos, reencontrarnos a nosotros mismos en el placer de la convivialidad. En eso consiste viajar. Felicidad y belleza. Intensidad y placer. Sabores y armonía. Entre todos conseguimos olvidar el libro que nos había llevado a La Calèndula y centrarnos en lo importante: saborear el conocimiento de la naturaleza y la fuerza creativa de Iolanda junto a la artesanía en el viñedo y energía de algunos de los talentos vinícolas de nuestras tierras.
Algunos detalles bastarán para explicar el alcance de la operación emocional a que nos sometimos. La tempura de borrajas silvestres con romesco de piñones, poderosa, encontró su equilibrio en la frescura y alegría del Cava Bruel, de Alta Alella. Uno de los momentos brillantes de la cena llegó con el bacalao ahumado con hinojo y mostaza. Encajó a la perfección con el xarel.lo joven pero ya complejo de Clot de les Soleres 2012: untuosidad y paladar meloso junto a vino fresco y rampante, con profundos aires de campo. La culminación (para mí, claro...) de texturas, sabores y contrastes llegó con el plato que muestra la foto inferior: terciopelo de guisantes con calamar, malvas y caléndulas silvestres. Las dos texturas del guisante, la acidez de las flores, la frescura crujiente del calamar encontraron en el Sauvigon Blanc 2012 de Còsmic Vinyater la otra mitad de su alma: un vino que evoluciona de maravilla en botella, que deja atrás una acidez de acero para instalarse en los terciarios del hinojo, del campo más amable, aunque de altura. Mineral y fresco, con suaves terpenos y prado mojado al amanecer, la armonía de este plato con el vino se queda ya, para siempre, en mi memoria. Y propongo, además, ir evolucionando receta y vino temporada de guisantes tras temporada de guisantes. A lo Senderens: con ingredientes sencillos pero midiendo bien la evolución del vino.
Un beso estampado en cada mejilla, la sonrisa y la felicidad de Iolanda y Jacint, la conversación de los amigos y una profunda sensación de bienestar me dijeron: "has llegado a tu playa de los Feacios y Nausicaa te despertará con un suave beso y la conversación alegre de sus amigas". Cada viajero tiene que ir encontrando sus puertos y sus playas. La Calèndula es ya, sin duda, uno de los míos.

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