Revista Vino
Charla a los estudiantes del Curso Superior de Sumiller Profesional del INGAVI, Santiago de Compostela, 25 de septiembre de 2017
Quiero a Galicia, quiero a sus gentes, a sus tierras, a sus montes y a sus mares, a sus uvas, a sus vinos, a sus quesos y a sus árboles. Quiero a su cultura y a su manera de hacer las cosas. Me gustan los furanchos, me gusta cómo adoran a piedras y bosques, cómo son supersticiosos tanto como tocan de pies en el suelo. Siento, además, que esta tierra me quiere también y ella y sus gentes me dan mucho más de lo que yo puedo ofrecerles. Poder estar en el Curso Superior de Sumiller, dar charlas en él, ayudar a formar a la gente que quiere, sencillamente, saber más del vino y de su cultura en el mundo, es una forma de dar las gracias a Galicia por tantas cosas como recibo de ella. Quiero agradecer al Instituto Galego do Viño (INGAVI), a Xoan, a Jorge y a Juanjo, que me sigan dando oportunidades como ésta. Lo que sigue no es, exactamente, aquello que dije el pasado 25 de septiembre en el primer día de clase de la V promoción del Curso y en el acto de entrega de diplomas a la IV. Es un remedo escrito de aquello que expliqué, con la ayuda de los textos que usé para coser la única idea que quería transmitir ese día y hoy: quien ofrece una botella de vino en una sala de restaurante, en una tienda, en una venta, en un salón...se puede convertir en demiurgo que, con ese sencillo gesto y la palabra que tiene que acompañar, cree un orden nuevo de cosas en quien lo recibe. Intentaré desarrollar aquí la idea.
Me gusta la pequeña historia con que David Foster Wallace (Esto es agua, Literatura Random House, Barcelona, 2014, ISBN 978-84-397-2939-6, Introd.), invitado a una ceremonia de graduación en la Universidad de Kenyon, empezó su discurso a los estudiantes. Fue el único que dio en su corta vida, pero cada una de sus palabras merece la pena. Contó que (p.9) "había una vez dos peces jóvenes que iban nadando y se encontraron por casualidad con un pez mayor que nadaba en dirección contraria; el pez mayor los saludó con la cabeza y les dijo: 'Buenos días, chicos. ¿Cómo está el agua?'. Los dos peces jóvenes siguieron nadando un trecho; por fin, uno de ellos miró al otro y le dijo: "Qué demonios es el agua?"".
P.14: "el sentido inmediato de la historia de los peces no es más que el hecho de que las realidades más obvias, ubicuas e importantes son a menudo las que más cuestan de ver y las que más cuestan de explicar."
Algunas de las realidades más obvias en mi camino me llevaron a aprender y a reflexionar hasta llegar donde estoy hoy, defendiendo una relación y un entendimiento con la naturaleza que enlaza directamente con aquello que fuimos y hemos dejado de ser hace ya muchos años. Son las de la identificación de los romanos con la iconografía de las cuatro estaciones, con sus textos e imágenes entendidas y usadas como una metáfora adecuada para hablar de la vida, de la muerte y de las metamorfosis que sufren los seres vivos. Los romanos podían haber escogido otras fermentaciones para hablar de cómo se transforma una materia que la madre tierra da gracias al trabajo, para hablar de cómo cambia y de cómo te transforma, también a ti, la vida. Podían haber hablado del pan o del queso, incluso de la cerveza. Pero no. Escogieron al viñedo, a la cepa y a su uva, al mosto y al vino. Porque el trigo se recoge una sola vez al año, como la cebada o el lúpulo; la leche, se ordeña cada día. Y se hace pan, queso o cerveza cuando se quiere, en cualquier momento del año. En cambio, el vino es la metáfora perfecta de la vida humana y de una cadena que nunca se ha interrumpido, la de las estaciones. Hay un reposo ineludible que se parece a la muerte y que se llama invierno. El frío y la aparente falta de vida dan paso al sol y al primer calor, al renacimiento de la vida en la cepa. La flor es fecundada y la vida surge de nuevo. Hay parto en la vendimia, como lo hay en la fermentación del mosto. Hay metamorfosis: la vida sigue pero cambia de forma. Cambian los colores de la naturaleza y vuelve el reposo en el otoño tardío. El blanco invierno iniciará un nuevo ciclo. Siempre. Beber ese vino era conectarse con el ciclo natural de las cosas. A través de textos, de inscripciones, de sarcófagos, de mosaicos, de pinturas al fresco, etc., los romanos celebraban esa suerte de inmortalidad que proporcionaba el cultivo de la vid porque sus vidas dependían de la tierra y del sol, y el vino era su símbolo. Tardé años en entender qué significaba y cómo encajaba en mi relación con la naturaleza. Pero lo hice.
(Maurice Maeterlink, La vida de las abejas, Editorial Losada, Buenos Aires, 2017, ISBN 978-950-03-7307-4, pp.240-1) "Y así, como está inscrito en la lengua, en la boca y en el estómago de las abejas que deben producir la miel, está inscrito en nuestros ojos, en nuestros oídos, en nuestra médula, en todos los lóbulos de nuestra cabeza, en todo el sistema nervioso de nuestro cuerpo, que hemos sido creados para transformar lo que absorbemos de las cosas de la tierra en una energía particular y de una calidad única sobre este globo. Ningún ser, que yo sepa, ha sido dispuesto para producir como nosotros ese fluido extraño que llamamos pensamiento, razón, alma, espíritu, potencia cerebral, virtud, bondad, justicia, saber. Posee mil nombres pero una sola esencia".
Esa esencia es la energía, la energía que distingue a un ser vivo porque (Wilhelm Schmid, Serenitat. Viure el regal de fer-se gran, Angle Editorial, Barcelona, 2015, ISBN 978-84-16139-42-2, pp.89-90) "al final de la vida se ve con claridad que se trata de energías...no son energías misteriosas, inconcebibles, sino energías bien conocidas y mesurables: la energía térmica, la eléctrica, la cinética...estas energías físicas se someten a la ley de la conservación de la energía que Hermann von Helmholtz formuló en 1847 y que nunca ha sido refutada. Dice esta ley que las energías pueden adoptar otras formas, pero nunca ser destruidas. Con claridad y sencillez: esto significa que la energía no muere, se transforma".
El concepto enlaza con la energía que Maeterlink consideraba particular y única del ser humano. Otra palabra para denominar a esta energía podría ser "alma", que el artista belga también utiliza. Todas las civilizaciones, exceptuando la tecnológico/digital/virtual contemporánea, han asumido que el alma es inmortal. Y todas las que comparten nuestro ámbito geográfico y cultural, desde el Cáucaso hasta Finisterre, la han vinculado con el concepto de regeneración, de metamorfosis, de cambio. Nunca con el de desaparición.
"Dónde va, pues, esta persona, esta energía, esta alma que parece desaparecer con la muerte física. La energía de la vida continúa siendo, no se pierde de ella ningún quántum que no se pueda localizar con exactitud". Ya nos lo explicaron los griegos y los romanos con su ejemplo de vida diaria vinculada a la naturaleza, y con sus textos (Lucrecio, Séneca): nada se pierde, todo se transforma. Y la metáfora de la naturaleza y de los viñedos que cada año parecen morir en invierno para transformarse en primavera y transformarnos a nosotros cuando vendimiamos y hacemos vino en otoño, es la más adecuada para entender que también ese tipo de energías no mueren, sino que se transforman cuando hablamos de ellas y cuando nos las bebemos.
Para poder hacerlo, hay que tener predisposición y ganas de ejercitar aquello que propone Mario Satz (Pequeños paraísos. El espíritu de los jardines, Acantilado, Barcelona, 2017, ISBN 978-84-16748-45-7, p.135): "los tesoros del mundo susurran en voz baja su deseo de ser encontrados. Dicen: el mapa para hallarnos está compuesto de hojas, alas y suspiros, escamas prismáticas y espumas más blancas que el alba. No hay cofres que no sean estrellas y estrellas que no sean pupilas humanas abiertas de par en par. Cada buscador descubre un microscópico punto de ese mapa, el espacio donde su pie comienza a flexionar su senda". El inicio de vuestro camino personal! Un japonés, o yo...llamaría a eso encontrar vuestro ikigai (Héctor García -Kirai- & Francesc Miralles, Ikigai. Els secrets del Japó per a una vida llarga i feliç, Entramat, Barcelona, ISBN 978-84-16715-12-1, pp.64 y 77), es decir, la libre elección de cómo afronta uno las circunstancias que la vida le ha dado. En dos palabras, la búsqueda de un camino propio, que tiene que convertirse, cuando lo encontréis, en el combustible existencial de vuestra vida, en aquello que, con esfuerzo y tenacidad, os haga no perder el paso y que todo tenga un sentido.
"Coleccionar analogías no nos hace más felices, pero percibir transparencias concede melodía a nuestros latidos", sentencia Satz.
La energía de la tierra, la de las personas que la cuidan y ven en ella vinos que nacerán de sus cepas son transparencias. También aquello que transmiten sus vinos lo es, sí, pero aprehensible, rastreable aunque invisible, única cada una de ellas y, por lo tanto, digna de ser buscada y explicada.
Yo he encontrado aquí uno de los ikigai de mi vida, que vincula de una forma natural (y me di cuenta este verano...) aquello que yo pretendo ser como apasionado de la antigüedad clásica con mi relación con la naturaleza a través de la vitivinicultura.
Lo explica muy bien Henry David Thoreau (Volar. Apuntes sobre aves. Selección y edición de Antonio Casado da Rocha y José Ignacio Foronda, Pepitas de calabaza ed., Logroño, 2016, ISBN 978-84-15862-52-9, p.33): "el aire se llena de azulejos. El suelo está casi por completo desnudo...Me apoyo en una valla y escucho el aire, que parece líquido con los gorjeos de los azulejos. Mi vida forma parte del infinito. El aire es tan profundo como nuestra propia naturaleza. Me muevo para pedirle cosas nuevas a la existencia...quiero trascender mi rutina diaria y la de mis convecinos; quiero alcanzar ahora mi inmortalidad y que posea las cualidades de mi vida diaria...ojalá conserve la perseverancia que jamás he tenido. Y ojalá pueda purificarme de nuevo, en cuerpo y alma, como si lo hiciese con fuego y con agua. Y que mi canto no desmerezca de las estaciones. Y ojalá pueda obligarme a ser un cazador de lo bello y nunca se me escape nada".
Lo que os propongo hoy es que nadie os muestre cuál ha de ser vuestro camino. Tampoco yo, por supuesto. Sois vosotros quienes tenéis que encontrar vuestro ikigai formándoos, escuchando todos los puntos de vista, viajando y pisando viñas, charlando con los agricultores, huyendo de adoctrinamientos y de apriorismos, formando vuestro propio criterio, recolectando energías y preparándoos para transmitirlas.
Por todo lo que os acabo de decir, os propongo que os convirtáis en demiurgos en vuestra sala o lugar de trabajo. Esta palabra viene del griego clásico, del verbo "demiurgéo" que significa "trabajar para el público", literalmente! De este sentido pasó a querer decir "producir, crear" y de aquí a "crear para producir placer". El sustantivo, "demiurgós", demiurgo en castellano, entró en el pensamiento filosófico, tanto platónico como gnóstico. En el primero significa "divinidad que crea y armoniza el universo" y en el segundo "alma universal, principio activo del mundo".
Os propongo pues: encontrad ese camino, empezad a andarlo con vuestro propio pie, buscad y encontrad vuestro ikigai, vuestra manera de entender las cosas, aquello que da sentido a la vocación que hoy queréis consolidar con una nueva formación. Todos los caminos pueden ser buenos mientras se anden con pasión y con algo que contar. Convertíos en el alma de la sala, sed demiurgos, fuerzas transmisoras de aquello que habéis conocido en el campo y en vuestra formación. No os limitéis a presentar mecánicamente una botella y a contar cuatro vaguedades transmitidas de segunda mano. Aquellas personas, aquellos vinos con los que compartáis una forma de entender la naturaleza, la que sea, que sepan que vosotros sois sus intermediarios en la tierra, sus demiurgos, porque creáis un nuevo orden en la sala y permitís, con vuestra actitud, que las energías y sabores que ellos embotellaron de su tierra y sus cepas no mueran, sino que se transformen gracias a vosotros y a las personas con las que tratéis. No perdáis la oportunidad de ser únicos, de ser almas y principios activos de esa cadena de transformaciones allí donde trabajéis. Y de serlo con la pasión, el esfuerzo, el talento y la convicción de quien sabe qué hace y por qué lo hace.
¡Bienvenidos al club de los buscadores de transparencias, de los cazadores de bellezas efímeras!
Postscriptum. Este texto está dedicado, con cariño y reconocimiento, a las personas que abren botellas de vino y las explican para que los demás seamos felices y, bebiendo y escuchando, mejores.