A partir del nuevo canon cultural, lo ideal y abstracto quedará desprestigiado; en el arte, los motivos mitológicos (idealizaciones alejadas de lo que se puede llegar a ver o experimentar), se sometieron al filtro decantador de lo que acontece en el mundo real. En su cuadro “El triunfo de Baco”, por ejemplo, Velázquez introduce, efectivamente, al referido dios en el escenario de la pedestre realidad; su función mítica, liberar a los hombres de los condicionamientos y pesares de la vida cotidiana, hasta la cual se accede simbólicamente a través de una ceremonia de iniciación como la reflejada en el cuadro, pasa a estar integrada en un escenario copado por simples borrachos, uno de los cuales mira decididamente al espectador, al que de esa manera invita a incorporarse a lo que allí ocurre: ya no existe distancia entre el mundo ideal y el real, el del actor y el del espectador, los escenarios del arte y los de la vida cotidiana. Por su parte, Cervantes hace descender el idealizado mundo de los caballeros andantes hasta conseguir embutirlo en ese otro alucinado que brota de la mente de un hidalgo que quisiera que su vida no fuera lo vulgar que es. El mundo, desde el Renacimiento en adelante, a la vez que va aterrizando en la realidad tangible (lo concreto e individualizado), va quedando poco a poco despoblado de ideales (lo generalizado y abstracto).

“Vida individual, lo inmediato, la circunstancia, son diversos nombres para una misma cosa: aquellas porciones de la vida de que no se ha extraído todavía el espíritu que encierran, su lógos” (Ortega). Quiere decirse que al volcarse precipitadamente y de forma excluyente hacia lo inmediato e individual, el hombre corre peligro de extraviarse, de dejar ignorado el sentido de las cosas, de creer que la realidad es sólo aquello que los sentidos ponen a su alcance (los árboles individuales), y, por tanto, de amputar de su vida esa tercera dimensión (el bosque) que sirve para saber qué lugar ocupa cada cosa en el mundo y, en última instancia, a qué ha de quedar referida su propia vida una vez que sale del estricto recinto que marcan el aquí y el ahora.
Zona de máximo peligro ésta que, inevitablemente quizás, el hombre ha decidido explorar hasta sus últimos resquicios. En esta misma hora de la historia estamos atravesando los desangelados dominios del nihilismo, en los que la adhesión a lo inmediato, a sólo lo que nuestros sentidos son capaces de mostrarnos, ha ido disolviendo nuestras ilusiones, nuestra capacidad de jerarquizar las cosas a lo largo de la escala que distingue entre lo mejor y lo peor, nuestro compromiso con lo que, desde el nuevo y restrictivo punto de vista, no existe, aunque hubiera dado sentido a nuestras vidas… En el mundo que rige el nihilismo, como en el de la muerte térmica (también en el más depurado arte de vanguardia), no existen el antes y el después, el arriba y el abajo, lo que está bien y lo que está mal. Allí (aquí) todo da igual. En eso consiste precisamente el caos, el extravío, que es lo que culturalmente, en buena medida, se ha constituido como espíritu de nuestra época, que enmarca y tutela nuestros modos de entender la vida.
Como en otras ocasiones, propongo aprovechar el material que el arte deja al alcance de nuestra reflexión para tener un punto de apoyo desde el que intentar valorar lo que nos está pasando; no hacemos con ello sino acatar la sugerencia que dejó hecha Ortega cuando dijo: “Como en la aldea, al abrir de mañana el balcón, miramos los humos de los hogares para presumir el viento que va a gobernar la jornada, podemos asomarnos al arte y a la ciencia de las nuevas generaciones con pareja curiosidad meteorológica”. No insistiremos (lo hemos dejado suficientemente explícito en los artículos que preceden a éste) en el contenido de la revolución histórica que venía llevándose a cabo en ese dilatado marco temporal que tuvo su inicio en la antigua Grecia y que hizo eclosión en el Renacimiento. Sólo recordaremos que, a partir sobretodo de la Revolución Francesa, quedó abierto, entre otros más productivos, un cauce virtual por el que fue creciendo el caudal de una manera de estar en el mundo que precisamente venía a atentar contra él, a ponernos a los individuos en su contra, y que sirvió de pábulo a impulsos que desembocaron en terribles catástrofes que desde entonces han dejado una muesca de fatiga y dolor aún más profundos de lo habitual en la historia de Occidente. Fue el Romanticismo el que, de una manera todavía ingenua y seductora, sirvió de inicial soporte ideológico y cultural para esa temeraria contraposición entre el hombre y su mundo, pero en él sólo se estaba empezando a gestar el terremoto nihilista que vino a hacer eclosión alrededor del cambio de siglo entre el XIX y el XX.
Del magma de movimientos artísticos que constituyeron la llamada vanguardia, todos ellos confluyentes en lo esencial, y que irrumpieron por entonces, el surrealismo quedó consagrado, quizás, como el más representativo. André Breton escribió sucesivos manifiestos para explicar su “razón” (convengamos en decirlo así) de ser. En ellos explica, precisamente, la raigambre romántica de lo que en el arte acontecía: “Los días del romanticismo erróneamente calificados de heroicos, tan sólo merecen, honestamente la calificación de días de vagidos de un ser que ahora comienza a dar a conocer sus deseos a través de nosotros”. Y he aquí una proclama suficientemente explícita de sus motivos: “(El surrealismo se nutre del) deseo de superar la insuficiente, la absurda, distinción entre lo bello y lo feo, lo verdadero y lo falso, el bien y el mal. Y como sea que del grado de resistencia que esta idea superior encuentre depende el avance más o menos seguro del espíritu hacia un mundo que, al fin, resulte habitable, es comprensible que el surrealismo no tema adoptar el dogma de la rebelión absoluta, de la insumisión total, del sabotaje en toda regla, y que tenga sus esperanzas puestas únicamente en la violencia. El acto surrealista más puro consiste en bajar a la calle, revólver en mano, y disparar al azar, mientras a uno le dejen, contra la multitud”.

Cuando Ortega hacía estribar las características del hombre-masa en el hecho de “no apelar de sí mismo a ninguna instancia fuera de él”, estaba dando un acertado contexto a la fórmula con la que Breton venía a romper con todo principio moral: “El hombre propone y dispone. Tan sólo de él depende poseerse por entero, es decir, mantener en estado de anarquía la cuadrilla de sus deseos, de día en día más temible”. Dicho de otra manera: “Todo acto lleva en sí su propia justificación”.


¿En qué consiste esa locura que acecha cuando se ha perdido la referencia de la moral, de la belleza, de lo ideal… en suma, de lo supraindividual? Pues en la caída en los bajos fondos de la trivialidad, de lo estrictamente contingente, de lo que da igual que asome o no en las así depauperadas vidas nuestras. Como decía Ortega, “cuando hemos llegado hasta los barrios bajos del pesimismo y no hallamos nada en el universo que nos parezca una afirmación capaz de salvarnos, se vuelven los ojos hacia las menudas cosas del vivir cotidiano –como los moribundos recuerdan al punto de la muerte toda suerte de nimiedades que les acaecieron”. Así lo venía a corroborar el mismo Breton: “En aquellas ocasiones en que más razones he tenido para terminar con mi vida, más me he sorprendido a mí mismo admirando una porción cualquiera del entarimado del suelo, una porción de madera que era como de seda, de una seda bella como el agua” (lo que va de la madera a la seda y de la seda al agua son típicas asociaciones automáticas del surrealismo).

