Perdonar a los padres; perdonar a las ex parejas; perdonar a los amigos. Existe un montón de teoría hermosísima sobre el perdón, pero pocas pistas reales de cómo llevarlo a la práctica sin hacerse un cursillo de espiritualidad zen.
Sobre el papel, sabemos que perdonar debe ser una cosa muy bonita que te hace sentir genial (que es lo que interesa). Lo dice Buda, lo dice la Biblia, lo dicen los filósofos y todos nos repetimos, como en un eco, una serie de conocidas y preciosas máximas que quisiéramos creer con todas nuestras fuerzas pero que simplemente a veces, no sentimos.
Porque el perdón no es una sopa instantánea, es un proceso, y a veces largo, que inicia con el primer y más complejo paso, que es el perdón a uno mismo.
Las personas por lo general tendemos a mirar hacia afuera para responsabilizar a elementos externos de nuestras propias circunstancias emocionales y vitales: por lo que en muchas ocasiones no comprendemos porqué no conseguimos perdonar a los demás, sin haber mirado a lo que hemos (y nos hemos) hecho a nosotros mismos.
Hay dos piedras en este camino con las que tropezaremos una y mil veces: se llaman Culpa y Victimismo.
El perdón no se da entre víctimas, ni verdugos: el perdón se da a alguien a quien no ponemos por encima, ni por debajo, sino al mismo nivel que nosotros. El perdón no se da a un personaje de un cuento, o de una pesadilla: se da a una persona.
Una persona que está sufriendo y además adjudica la responsabilidad de este sufrimiento a otros, difícilmente estará en una posición de perdonar en este punto de su vida. Muchos de los que leéis esta página habéis vivido rupturas recientes, u os habéis sentido utilizados o abusados por otra persona, o estáis sufriendo por una relación tóxica, o arrastráis años de heridas, rencores y agravios que se remontan desde la adolescencia o la infancia.
Quizás os encontréis en un momento de crisis en el que empezáis a conoceros, a saber porqué hacéis las cosas y a afrontar una serie de tareas pendientes con vosotros mismos con el objetivo de perdonar, olvidar y pasar una serie de páginas que se quedaron a medio cerrar.
Como un avaro hace recuento de sus tesoros, así nos encontramos nosotros cuando no sabemos perdonar: acumulando afrentas, mimándolas, acariciando todo detalle del agravio en nuestra memoria, esperando que llegue alguien de fuera a compensar lo que hicieron otros. Mi ex me hizo daño, mis padres me trataron mal, mis amigos me traicionaron…puedo entender o puedo refugiarme en el lodo de mis rencores, esperando que el supuesto karma haga su trabajo para que yo pueda empezar a estar bien conmigo mismo.
Deseamos perdonar, lo buscamos, incluso lo forzamos a veces: pero, al igual que ocurre con el amor, cuanto más se persigue, más se aleja.
¿Cómo perdonamos? Perdonamos cuando ya no dependemos más que de nosotros mismos para sentirnos en paz. Perdonamos cuando entendemos. Perdonamos cuando vemos que los otros no son distintos, ni raros, ni malos. Perdonamos cuando escuchamos. Perdonamos cuando nos tratamos bien.
Y como decía La Rochefoucauld, perdonamos cuando amamos.
Un buen amigo mío, sufría porque había descubierto que su ex novia le había sido infiel con un compañero de trabajo. No conseguía aceptarlo, ni mucho menos perdonarlo. Sin embargo, años atrás, él mismo había dejado a otra pareja por una nueva persona con la que llevaba viéndose tiempo antes de finalizar la relación. Nunca se había conseguido desprender de la culpa y al sufrir la misma situación, a la inversa, esta culpa se transmutó en victimismo.
No comprendía a su ex pareja, porque nunca se había detenido a comprenderse a sí mismo.
El perdón no es sino una fase natural de un proceso de autoconsciencia en el que poco a poco, nos vamos desprendiendo de los paños calientes, de las justificaciones, de los pobrecito yo, de las excusas y sobre todo, del ego, para rescatar aquello que subyace por debajo de todas las mentiras y de todo el dolor, que no es otra cosa que el amor.
No podemos acelerar o adecuar este proceso a lo que necesitamos en el aquí y ahora. Si no puedes perdonar ahora mismo, es porque aún estás desarrollando tus recursos para poder hacerlo.
Dos ejercicios para poder ir trabajando poco a poco en el perdón:
- Escuchar activamente a otras personas: cuando conversamos con amigos, parientes o parejas, muchas veces lo que escuchamos son nuestras necesidades o nuestras frustraciones y no lo que dicen, ni lo que sienten ellos. Escuchar sin juzgar, sin preparar inmediatamente una contrarréplica -sólo relajarse, respirar y dejar que otros nos transmitan lo que sienten- nos ayuda a situarnos en el mismo plano emocional que los demás. ¿Un truco? Si alguien te cuenta un problema, no trates de buscarle una solución: en lugar de ello, prueba simplemente a ofrecerle tu cariño y tu apoyo, decida lo que decida. De este modo, también aprendemos a no asumir responsabilidades que no nos corresponden.
- Sé honesto contigo mismo: ni culpable, ni víctima. En ocasiones habrás sido tú quien habrá ocasionado daño y en otras ocasiones, te lo habrán ocasionado a ti. Cuando te equivocas ¿lo haces por hacer sufrir o lo haces porque sufres tú?
- Pide perdón: el perdón se aprende como todo…practicando. No es necesario que convoques a las personas de tu pasado para cerrar ciclos. Si esto no es posible o si prefieres no hacerlo, escríbeles una carta. Explícales cómo te sentías, lo que sientes ahora y que te gustaría decirles en estos momentos de tu vida, en el que entiendes cosas que antes se te escapaban. Puedes enviarla, romperla o guardártela. Si necesitas pedir perdón a personas que son parte de tus relaciones en el presente, también es una buena ocasión para hacerlo.
¿Para qué sirve perdonar? A día de hoy, rumiar amarguras y esperar que la vida castigue a los demás por todo lo que nos hicieron, no supone ningún beneficio emocional, vital o espiritual para nadie. Por no hablar de que aplicando esta lógica, todos aquellos a los que dañamos nosotros, deberían pasársela deseando que nos caigan encima todo tipo de desgracias. ¿Queremos vivir en un mundo así?