Revista Arte

El doctor Tissot y los problemas de la nación

Por Anxo @anxocarracedo

En España a los ministros, cuando se les ha pasado la amargura del cese, se les hace un retrato. Un retrato por cuenta del erario público, naturalmente, que hermoseará las paredes del ministerio. Es una costumbre no exclusiva de este país que desde la administración central del Estado se ha derramado a las periféricas. Y así podemos encontrar retratos de presidentes autonómicos, alcaldes, concejales, consejeros, presidentes de diputación, etcétera embelleciendo los corredores de tantos caserones, conventos o caballerizas reconvertidas en templos del poder civil después de la correspondiente —y siempre carísima— intervención arquitectónica.

Antes de hacer el retrato del ministro cesante, se deja pasar el tiempo del duelo. Es lo prudente, porque un ministro recién destituido es como una cinta de lomo de cerdo sin castrar. Puro bravío. No es bueno que ese bravío eche a rodar por los pasillos del ministerio que luego han de recorrer los representantes de las grandes corporaciones para enterarse de cómo va lo suyo, o los grupos de escolares en visita guiada.

En España, cuando tienes un amigo que ha sido nombrado ministro, corres el riesgo de que te proponga para secretario de Estado, un cargo que exige tanta dedicación o más que el de ministro, pero sin derecho a retrato por cuenta del erario público. Es lo justo, el Estado no puede ser la sopa boba de los artistas.

Hace algunos años, el ilustre semiólogo Marcus Wagenknecht enfrentó el inicio del otoño agobiado por una gran preocupación. Uno de sus más queridos amigos acababa de ser nombrado ministro y él vivía en el temor de que en cualquier momento sonara el teléfono y, desde el otro lado de la línea, el flamante miembro del Gobierno le ofreciera un puesto de alta responsabilidad en su equipo ministerial. Un ofrecimiento como ese es un caramelo difícil de rechazar. Además, a nadie le gusta decirle que no a una persona a la que se siente unida por el noble lazo de la amistad. Pero Marcus no podía aceptar. No por falta de capacidad, sino por una simple cuestión de carácter. Teñida por los tonos pastel de la modestia, la discreción y la afición al aire libre, el alma de Marcus era como un par de zapatos de rejilla, un tipo de calzado que hoy en día ningún personal shopper en sus cabales dejaría entrar en el vestidor de un alto cargo. Como ha sabido intuir la investigadora A. Cibis, para el entrañable Marcus cada otoño era el primero. Dejó de serlo cuando, con todo el dolor de su corazón, tuvo que decirle que no a su amigo, pero el milagro se reanudó el día que fue a ver el retrato colgado en el ministerio.

En España, y en esto el país tampoco demuestra especial originalidad, sucede en ocasiones que los hombres y mujeres que llevan sobre sus hombros la representación de la soberanía popular, agobiados tal vez por tan pesada carga, se quedan dormidos en sus puestos parlamentarios. Sucede a veces, no siempre, pero cuando ocurre nunca falta el fotógrafo de prensa avispado que pone la triste imagen en circulación. A finales del siglo XVIII, Samuel-Auguste Tissot, catedrático de Medicina de la Sociedad Real de Londres, de la Academia Médico-Física de Basilea y de la Sociedad Económica de Berna, describió con extraordinaria precisión lo que podría ser la causa fisiológica de que hoy algunos de esos hombres y mujeres de Estado se queden roques en sus escaños, dejando escapar por la comisura de los labios una pituita viscosa mientras sueñan la mejor solución a los complejísimos problemas de la nación. Se trata de una variedad de catarro que el neurólogo, toda una autoridad en su época, denominó sofocativo.

“En el catarro sofocativo —explica en su Tratado de las enfermedades más frecuentes de las gentes del campo, publicado en Madrid en el año 1776—, además de la dificultad de respirar, la voz es interrumpida, hay dolor del pecho, sensación de pesadez, sudor con especialidad en la cara, hinchazón de los vasos de la cabeza, inquietud, agitación continua, esfuerzos para toser, ronquido y silbido; los golpes del pulso son débiles, distantes, algunas veces frecuentes y, por lo común, desiguales”. En los casos más graves, continúa la descripción, el enfermo puede llegar a arrojar espuma por la boca.

Como remedio a esta afección, Tissot recomienda sangrar al paciente sin pérdida de tiempo. “Una, dos y hasta tres veces” si es preciso. Y ha de serlo en los casos en que este catarro llamado sofocativo ataca a los hombres y mujeres de Estado. Pensemos que un parlamentario con hinchazón en los vasos de la cabeza no está en las mejores condiciones para discurrir una solución a, pongamos por caso, el problema de la gobernabilidad, o el del déficit público. Por otra parte, la dificultad para respirar, la voz entrecortada y el sudor facial mermarán severamente su capacidad de persuasión desde la tribuna. Finalmente, y no por ello menos importante, la emisión de toses, ronquidos, silbidos y hasta espumarajos perturbará sin duda el sueño de sus vecinos de escaño. Es fácil ver de este modo que una epidemia de catarro sofocativo sumiría las asambleas legislativas en la inoperancia y al propio país en el desgobierno.

Sangrar, por tanto, sin pérdida de tiempo. Una, dos y hasta tres veces. Así lo recomienda Tissot. Si esta terapia no diese los resultados deseados y la afección sofocativa se tornase resistente entre nuestros hombres y mujeres de Estado —ya sean miembros del Parlamento o ministros en la sala de espera del pintor de cámara—, el viejo manual del doctor todavía nos ofrece una solución de emergencia: intercalar entre estocada y estocada unas lavativas, que al principio serían simples “y después purgantes”.

gallo


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