El problema no es que las redes sociales se sustenten sobre inmensos conglomerados empresariales privados y globales (de hecho, se volvieron aún más inmensos gracias a ellas). El problema no es que sean excesivamente opacas en lo que se refiere al uso que hacen de los datos personales que recaban de nosotros --de forma voluntaria y gratuita--, mucho más opacas que cualquier corporación de su sector en el pasado, con el agravante de que esta vez se trata de un material bastante más sensible. El problema no es ni su tamaño ni su capacidad de monetizar nuestro narcisismo, hasta el extremo de anteponer su modelo de negocio a todo lo demás debido a la espectacularidad de los beneficios que genera. Todo esto ya sucedía en el pasado --solo que a un nivel incipiente, de simple aficionado-- en determinados sectores de la era etnológica (mercadotecnia, medios de comunicación, ventas por correo). A todos esos conglomerados se les hizo en su momento --más o menos-- los mismos reproches que a las de ahora; quizá las únicas diferencias (en las críticas de entonces y las de ahora) tengan que ver con nuestro grado de concienciación, lo inédito y sin precedentes de los datos que se intercambian a terceros y el tono nada acomplejado de nuestras quejas actuales. Es un hecho: las redes sociales no han modificado en lo fundamental nuestra relación con el comercio, la comunicación interpersonal y/o la difusión de contenidos. Así que no estamos ante una situación inédita, no hay nuevos paradigmas ni límites nunca sobrepasados (excepto el volumen de las audiencias convocadas). Lo que cambia ahora, lo qiue hace el problema más acuaciante, es, en esencia, una cuestión de grado, de nivel de desarrollo, de amenaza de saturación, que comenzó a ser realidad por la simple complejidad de la actividad económica. Sin conspiraciones, sin malvados planes maestros, por simple desarrollo acumulativo; un proceso que --por culpa de la segunda ley de la termodinámica, produce más y más complejidad.
Queda lejos ya aquel discurso de Al Gore en 1994 entre interesado --para lograr la financiación inmensa y los cambios legislativos que requerían las Autopistas de la Información-- e ingenuo; su implantación iba a permitir un nuevo y mejorado debate público y unas democracias realmente igualitarias, más cerca que nunca de hacer realidad el ejercicio (siempre teórico) del derecho a la información y a la participación. No creo que su propósito consciente fuera de engañar a la gente (tal vez un poco a los inversores y algunos políticos analógicos), pero lo cierto es que, más de dos décadas después, el funcionamiento de las democracias ha ido a peor y nos hemos hecho adictos a la dopamina, al exhibicionismo narcisista y unas métricas de popularidad completamente irreales. Comportamientos que nos hacen blancos perfectos para la publicidad segmentada, ubicua e incesante. Las Autopistas de la Información se han poblado de transacciones, no de debates públicos. ¿Error de cálculo o efecto colateral no del todo imprevisto pero sí tolerado? No creo que Al Gore --ni tantos políticos que siguieron su estela-- buscara nada de esto, como tampoco creo que las empresas --en sus mejores y lunáticas previsiones-- pudieran anticipar semejante locura. A finales del siglo XX ya tenían bastante con relamerse ante la posibilidad de vender de todo, a todos, a cualquier hora y en cualquier lugar. A Amazon le tomó bastantes años conseguir beneficios, pero hoy está más cerca que nadie de hacer realidad esa lunática previsión. No, la cosa no va de que unos pocos engañaran a los usuarios/consumidores, sino de que, como suele pasar, se introdujeron argumentos manipulados, medias verdades irreales y/o no contrastadas ¿Acaso no son los mismos ingredientes que llenan la mayoría de discursos electorales? Ni siquiera esto es nuevo: simplemente se transplantaron unas técnicas de mercadotecnia política al ámbito empresarial, y resulta que funcionaron mejor de lo previsto. Apelar a valores y sentimientos, satisfacción inmediata de deseos, materialización de un espejismo de igualdad planetaria... Y encima quienes se llevaban la pasta a espuertas por detrás de todo este montaje se presentaban a sí mismos humanistas que contribuían a hacer realidad un sueño que --aseguraban-- era un anhelo universal de la especie humana...
El modelo de negocio de los medios de comunicación no ha sido ni es la información, ni el entretenimiento, ni la cultura; sino aglutinar la atención de las audiencias para luego revenderla a los anunciantes. No lo digo yo, lo explica muy bien Tim Wu en su libro Comerciantes de atención (2020). Ese modelo no ha variado en lo esencial, inasequible a los cambios tecnológicos, sociales y económicos. Cualquiera de estos medios, una vez logra alcanzar determinado tamaño, difusión, audiencia e ingresos, experimenta un cambio de fase: mutan de medio a agente de primer orden en el debate público. Y no porque haya una ley que los designe/reconozca automáticamente, sino porque su presencia cotidiana genera influencia, convirtiéndoles en un elemento fundamental del ágora pública. La teoría de la democracia establece que la organización de la sociedad se decide votando, que todos los ciudadanos mayores de edad tienen derecho a informarse, expresar sus opiniones y participar en la administración del bien común, y quién debe realizarlo por representación. Todas estas cosas se supone que se ventilan en ese ágora pública --un espacio virtual, público, social-- donde instituciones, partes interesadas y particulares confluyen aportando, contraponiendo, consensuando ideas y propuestas. La cosa es que ese debate infinito del ágora (que nunca cesará ni alcanzará unanimidad en ningún tema, porque --por definición-- la democracia implica una sociedad abierta, por mucho que le moleste a cada vez más gente), se desarrolla casi en exclusividad en los medios (agentes) de comunicación. Por alcance, por comodidad, por inercia. Pero lo cierto es que quienes ponen el terreno de juego mediático para el debate público/político, en realidad lo que han hecho es adaptar la parcela en la alcanzaron (y con la que mantienen) su tamaño e influencia a base de comerciar con la atención de las audiencias. No estamos hablando de dos campos de juego bien definidos y delimitados, sino que hay un evidente interés en que esos límites sean difusos. Durante la era etnológica, ese ágora pública/política era un lugar bajo un control estricto (de acceso, de expresión, de duración): lo componían los parlamentos, algunas plazas públicas y lugares escogidos, donde sólo una minoría podía participar. Con la consolidación de los comerciantes de atención, la superfície del ágora se incrementó exponencialmente (idiomas, ideologías, ubicaciones). Se trata de un incontestable logro de la democracia y el pluralismo que sin embargo no modificaron en lo esencial las reglas del juego político ni el debate público; si acaso lo diversificaron en todos los sentidos (objetivos, formatos, audacia).
Esa era etnológica parece que ha llegado a su fin, o como mínimo a la primera fase de su decadencia definitiva: los comerciantes de atención de los medios de comunicación del siglo XX ven amenazada su posición e influencia (y su capacidad de monetizar la atención con la que trafican) ante el triunfo popular de una impensable variante tecnológica de sí mismos: las redes sociales. El modelo de negocio de los nuevos comerciantes sigue siendo idéntico (acumular atención para revenderla), la diferencia es que no hay una emisión de contenidos previamente diseñados, producidos y comunicados públicamente. En las redes sociales son las propias audiencias quienes emiten, y la suma de sus aportaciones es la que conforma el flujo incensante e inabarcable de contenidos que las caracteriza. Son también las audiencias quienes "programan" los contenidos, preseleccionando las aportaciones de los usuarios que les interesan, cada cual establece su propia parrilla, que construyen los algoritmos mediante la priorización (nunca neutral, nunca admitida que no es neutral) de las elecciones de cada cual; y de paso aprovechan para insertar los productos que han comprado nuestra atención. Las redes sociales resultan hipnóticas porque los temas, los emisores, el orden --¡todo!-- parecen anticipar nuestros deseos (en realidad proyectan una versión manipulada por los propetarios de nuestras elecciones previas). En la actualidad, tan solo una minoría --entre rara y selecta-- parece saber vivir sin redes sociales. Es infinitamente más difícil prescindir de ellas que de la televisión. ¿Por qué? Porque además de la personalización de contenidos, las llevamos a todas partes con nuestros dispositivos de aislamiento personal. En cuanto acumulamos algo de tiempo sin conectarnos, nos lanzan anzuelos para llevarnos de regreso al flujo de emisión, facilitando así la posibilidad de ser alcanzados por toda clase de mensajes patrocinados. El debate público/político está diluido en este flujo incesante de patrocinios, intereses, narcisimos, opiniones y bobadas de todo tipo, asi que ¿cómo podríamos reconocerlo? ¿cómo no dudar de su autenticidad?. A veces --casi siempre como consecuencia de un suceso impactante del mundo real-- el flujo de contenidos se galvaniza, se polariza, adquiere notoriedad respeto al resto de temas debido al posicionamiento que implica. Pero eso es todo, al poco el debate vuelve a desaparecer en la parrilla infinita llena de contenidos superficiales de duración ínfima. Lo sorprendente es observar cómo las redes sociales han evolucionado tanto en tan poco tiempo (menos de una década), alcanzando una madurez, una complejidad y unos usos nuevos que, de hecho, son fruto de la interacción improvisada entre millones de personas. Quizá ese es su valor y la principal lección sociológica que cabe extraer de ellas. De hecho, las últimas tendencias indican que las aportaciones de testimonio de existencia y de vida guay (celebraciones, fotos de bebés y postureo en destinos lejanos) descienden de forma notoria; ya nadie les hace caso, resultan falsas, impostadas, vestigios de una moda superada, propia de los orígenes de la plataforma, un uso acabado, quemado. Lo personal sin morbo, sensualidad, humor ni espectacularidad no interesa, la mayoría pasamos de largo. Así que todo el espacio disponible está ahora a disposición instituciones, grupos de presión, lobbys, gente guapa, influencers de toda clase, asociaciones, francotiradores, perfiles falsos, productos patrocinados... Las personas normales y corrientes apenas aportamos contenido, únicamente preferencias que afinan nuestra "parrilla" personal. En semejante océano infinito el debate público/político apenas se diferencia de una lágrima en la lluvia...
Todo esto no modifica el hecho de que el debate público se siga jugando en el terreno de juego creado históricamente por los comerciantes de atención (y por sus sucesores y sucedáneos). A pesar de uqe ha menguado, es innegable que el debate se ha enriquecido exponencialmente gracias al incremento de participante. Otra cosa es la calidad de los contenidos intercambiados: puede que el conjunto sea mucho más plural, pero también son extremadamente interesados (cuando no tendenciosos). También resulta --al menos en un plano teórico-- más igualitario, ya que otorga una voz a cada persona que se agrega; pero también --también por los mismos motivos expuestos-- tiende casi inevitablemente a la dispersión, a dar entrada a todo lo que tradicionalmente (en la era etnológica) quedaba fuera por falta de apoyos, corrección, solidez expositiva, prestigio o influencia. La zafiedad, el salvajismo, la ofensa, la brutalidad, la estupidez, el engaño, el odio al rival, el sarcasmo cruel, la vulgaridad, la inutilidad, la redundancia, la intolerancia... Todo esto se incrusta en el debate desde el momento en que alcanza una masa crítica de usuarios/consumidores. Quizá esta es la lección más valiosa que hayamos aprendido de toda esta evolución tecnológico-social. Cuanto más gente participa en el debate (aunque sólo sea a base de clics), más voces se alzan contra esta diversidad. Los grupos de presión se organizan en cohortes de posicionamiento y visibilidad automáticos con el único objetivo de desprestigiar y ridiculizar a los rivales; y no suelen utilizar la lógica y/o la sintaxis, sino las artimañas que engañarán a los algoritmos y otorgarán repercusión planetaria casi automática a unas pocas y escogidas aportaciones. Molesta el disenso, irrita que no se llegue a acuerdos, cansa la polémica infinita, pero siempre hay algo nuevo con lo que indignarse o posicionarse... El populismo político de toda la vida ha encontrado un filón inagotable en las redes sociales, y también las dictaduras, los fascismos, los acosadores, las tribus al servicio de toda cualquier patulea conspiranoide... Pero esto es así, hay que aceptar que este panorama es condición necesaria en el funcionamiento de estas redes, porque la acumulación de humanos con voz da como resultado este maremágnum. Es una batalla perdida intentar cambiar el terreno de juego, las normas o las estrategias, hay que actuar sobre lo jugadores. ¿Modificar los algoritmos, incrementar la transparencia? ¿Acaso lograron algo los comerciantes de atención durante su hegemonía técnica y social? En cien años han parido la autorregulación, algo así como el reloj de cuco suizo frente al Renacimiento de la globalización...
En este contexto radicalmente darwinista, la visibilidad (y esto incluye al debate público/político) sólo se obtiene a base de exageración, sentimentalismo, tendenciosidad, sexualidad, escándalo, imprevisión, ridículos sobrevenidos, sarcasmo..., nada que no hubieran explotado ya los comerciantes de atención de la era etnológica. La diferencia es que éstos mantenían el monopolio de la emisión de los contenidos (gracias a las condiciones materiales del medio), mientras que las redes sociales han dinamitado cualquier posibilidad de control previo a la difusión inmediata y planetaria (la acumulación de usuarios/consumidores lo hace inviable). Es en este punto de la historia cuando florecen nuevos usos que nada tienen que ver con compartir o debatir en un contexto de igualdad: campañas difamatorias, perfiles falsos, hiperventilados en busca de adeptos, cínicos a la caza de ingenuidad, bots, artimañas para obtener notoriedad, escalar posiciones o engañar a los algoritmos, todo supeditado al mismo objetivo, lograr una mínima atención que detenga por un instante ese gesto con el dedo desplazando la pantalla. Sin duda, el aspaviento que mejor caracteriza a la humanidad contemporánea.
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