Revista Cultura y Ocio

El instinto de vivir (2): un relato de supervivencia

Por Julio Alejandre @JAC_alejandre

El instinto de vivir (2): un relato de supervivencia

Era tarde. Había caminado durante horas a través del bosque, quizá no había hecho más que dar vueltas en un cuadrilátero, como un boxeador, sin llegar a ninguna parte. Pero ya no se movía. Estaba recostado sobre el tronco de un árbol, desfallecido. No veía absolutamente nada, ni siquiera su propio fusil, que a intervalos irregulares montaba y disparaba al aire. El fogonazo lo cegaba y durante unos momentos no había nada más que una claridad deslumbrante, como cuando de pequeño intentaba mirar al sol, pero después venían a sus ojos, en negativo, las imágenes de los troncos que lo rodeaban, de su propio cuerpo, de la nieve amontonada. No lo hacía, lo de disparar, porque tuviera esperanza en que alguien fuera a responder, sino para no reconocerse definitivamente vencido.

La tormenta había aflojado un poco, nevaba con menos intensidad y la temperatura seguía cayendo; sin embargo, cada vez sentía menos la fiereza del frío. Su cuerpo estaba tan aterido que sólo tenía conciencia de un malestar desapacible, de un dolor romo que le entumecía los nervios. Sabía que estaba empezando a congelarse, pero no tenía fuerzas ni ánimos para continuar marchando: "La desesperanza te ha ganado", le habría dicho el sargento Patiño. Montalvo hizo un esfuerzo, con movimientos torpes cargó el fusil y lo disparó. Otro destello deslumbrante. Esta vez la luz se mantuvo durante un momento a su alrededor, hipnótica, iluminando rincones interiores que no eran de este presente.

Los pensamientos perdían claridad, deslizándose entre ellos un carrusel alocado de recuerdos: la fotografía de su novia, la que le había obsequiado a pie de andén y perdió durante el viaje; las manos sonrosadas y las uñas largas y pintadas de rojo oscuro de la mujer que tomaba sus datos en el campamento, la sala llena con banderas e insignias; se acordaba del padre Esteban, el profesor de latín en el internado de Don Benito, ¿de qué le había servido el latín?, que se levantaba la sotana y jugaba con ellos al fútbol en el descampado de la Avenida como si fuera un alumno más; de Martín Navas, su compañero de pupitre; de su hermano, que cayó en Teruel, lo veía cargando costales de aceitunas en las bestias sin ayuda de nadie, del hogar grande que había en la casa familiar, donde se quemaban enormes troncos de olivo que llenaban la cocina de humo picante, todos sus hermanos sentados alrededor del fuego, en sillas de anea, su madre, con el pañuelo anudado en la cabeza, preparando la matanza, su padre, liando cigarros y contando chascarrillos, otra vez su novia llorando en la estación de Atocha, con su vestido de color negro, como si fuera ya una viuda, el tren que se alejaba hacia la frontera, un paisaje desolado y llano, las mujeres agachadas sobre la tierra en las planicies sin fin, y el caos de la guerra, con nieve, con barro, con calor, los compañeros caídos, despanzurrados, rotos, los medio vivos y los medio muertos, el olor a podredumbre de los heridos, amontonados a la espera de una evacuación que siempre llegaba demasiado tarde, el zumbido de los obuses, el estruendo de la explosión, el tableteo de las ametralladoras, la desbandada y la derrota, y su única elección en esta tormenta, aunque elegir, lo que se dice elegir, no lo había hecho nunca, su única elección que era la supervivencia, había que joderse, extraños caminos para lograrlo.

Y debía ser ese instinto de vivir, mecánico y testarudo, el que tiraba de vez en cuando de un pensamiento redentor, rescatándolo del olvido: no te rindas, no te rindas, ¡no te rindas! Y el hombre volvía a cargar el fusil, pero no le quedaban fuerzas para halar del cerrojo. No te rindas, repetía el pensamiento. "La última vez", se dijo él, no porque no le quedase munición, que tenía veinte o treinta cartuchos aún, sino porque no le quedaba voluntad. Pero con todo y eso tiró del cerrojo y montó el arma. Vio el fulgor poderoso que se apagaba gradualmente en una oscuridad total. Y también el destello que lo siguió, más pequeño y rojizo, como un eco lejano. No he sido yo, pensó de golpe, en un chispazo de entendimiento de su mente aturdida.

No he sido yo.


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