Revista Cultura y Ocio
Padecía de un extraño mal: la literalidad.
Su problema era que llevaba los enunciados hasta el ápice del entendimiento absoluto, hasta ese extremo en el cual no existían chances de la menor ambigüedad. Cuando era niño, si su madre le decía 'mira que vas a cobrar', corría hacia ella con las manos extendidas para que le diera unas monedas. Jamás se cuestionó por qué su mamá quería pagarle cada vez que hacía una travesura.
Pasó por decenas de psicoanalistas quienes decretaron que se trataba de una psicosis, aunque ningún otro fenómeno sustentara tal diagnóstico: ‘No es sino a través de la no posibilidad de metaforización que se manifiesta una relación con el lenguaje que…’. Qué simples, señores, no era psicótico, era literal.
Después llegaron los neurólogos y le realizaron una cantidad enorme de pruebas, todos se manifestaron en favor de una ecolalia autista con déficit semántico: ‘El resultado de los potenciales evocados auditivos indican que el haz de fibras axónicas del fascículo arcuato se encuentra…”. Qué necios, amigos, no era autista, era literal.
Expresiones como ‘te falta un tornillo’, ‘se meó de la risa’, ‘está volando de fiebre’ o ‘tienes que desenchufarte’, tenían un único sentido para él: exactamente el que indicaba la proposición.
Vivió una vida distinta, no fue ni mejor ni peor que la de los demás. Aquellos que lo conocieron bien, siempre trataron de expresarse sin circunloquios para no complicarle las cosas. La tragedia sobrevino una mañana, cuando salió a la calle después de estar varios días en cama con un fuerte catarro. Un vecino le soltó la frase sin meditar: ‘hombre, veo que esa gripe te ha matado’, sentenciando así el fin del Literal.
Fotografía: Chema Madoz