Hoy vengo de pasar unos días en la playa, con ganas de compartir una pequeña reflexión veraniega y una propuesta especial para aquellos que no consiguen desconectar ni en las vacaciones.
Este año, no me he ido lejos. Recalo con mis novelas, mis cremas protectoras y mis palas en la atiborradísima costa levantina, en la que encontrar sitio libre para colocar dos toallas y una sombrilla requiere una superhabilidad especial que me hace agradecer en silencio todas aquellas horas muertas que dedicara al Tetris, en el fragor de mi adolescencia.
En uno de aquellos días, reclamamos con agilidad olímpica la primera línea de playa, tan cerca del mar, que el agua babeaba sobre los bordes de las toallas. Y para evitar la debacle, construimos una pequeña empalizada de arena de cualquier manera y a toda prisa. ¿El resultado? Los niños y adultos pasaban corriendo o andando, sin ningún respeto por nuestra obra de ingeniería, pisando aquí y allá, lo que nos obligaba a ir parcheando la muralla cada dos por tres.
En una de aquellas reconstrucciones, recordé como había disfrutado durante mi infancia cerca del mar en hacer castillos de arena. Me motivé enseguida y me puse manos a la obra. Doblé la altura de la muralla, añadí torres, chapiteles góticos, ventanas de conchas, una puerta, un puente levadizo y, finalmente, un foso tremendo para drenar el agua.
Estaba acuclillada en una posición incómoda, quemándome la espalda y absolutamente abstraída de cuanto pasaba que no tuviera que ver con mi opus magna. Como decía Chesterton en el precioso ensayo El teatro de marionetas, jugar como un niño significa hacer como si el juego fuese lo más importante del mundo. Y en ese momento, mi castillo era lo más importante del mundo.
Mi construcción no era ninguna maravilla. Tengo mucho entusiasmo pero poca habilidad manual y la verdad es que el castillo seguramente hubiera hecho relinchar de disgusto a Frank Gehry y compañía. Pero aún así, tenía un aspecto formidable. Una mezcla entre Mordor, Nuestra Señora de París y esas desgarbadas torretas de las hormigas africanas. Sintiéndome bastante realizada, me recompensé con un buen baño, contando que a la vuelta mi maravillosa construcción ya habría sucumbido ante el paso de los viandantes playeros.
Mi castillo no era el mismo cuando salí del agua. Pero no en el sentido que esperaba. Ahora, habían aparecido cuatro niños y estaban ampliando el foso, añadiendo más torres y alargando la muralla. No sólo no se había destruido; había mejorado. Y aquellos que pasaban al lado de la construcción, la sorteaban para no dañarla.
Me lo había currado: había hecho algo hermoso y nadie quería pisarlo.
Trabajamos un largo rato en silencio, que es el único lenguaje que se necesita para entenderte con quienes por un rato, comparten pasión y objetivos contigo. Aunque sea para algo tan menospreciado y sin embargo, tan importante, como es jugar.
Las personas nos construimos un poco cada día. Hay veces que somos murallas endebles, llenas de brechas, que sobreviven a base de parches y entonces, cualquiera puede pasar y arrasarnos. Pero otras veces, elegimos hacer algo desde la dignidad, la pasión y la fuerza y con estos cimientos erigimos algo que se resiste a ser pisado.
Una idea para estas vacaciones: si vais a la playa construid un buen castillo de arena. Imaginad que ese castillo va a expresar exactamente todo lo que queréis decirle al mundo sobre vosotros. Un aquí estoy yo, sin excusas, con alegría, con chulería. Cuando terminéis, sentaros a disfrutarlo.
Quién sabe, quizás un día como hoy es tan bueno como cualquier otro para empezar a construir el mejor castillo de arena del mundo.