Solía hacer esas ocho cuadras a pie.Cada noche, al volver del trabajo, caminaba las ocho cuadras que separaban la estación Ituzaingó de mi casa. Ya al bajar del tren, comenzaba a intranquilizarme, a veces incluso antes, saliendo de Morón, porque sabía que cuando llegase, en la cuarta calle me encontraría con el orejudo. No importaba a qué hora volviera, el orejudo siempre estaba allí, justo en la esquina de Soler y Olazabal, esperándome. Era bravo ese negro orejudo. Jamás me había mordido, pero había serias posibilidades de que lo hiciera. Cuando veía que me acercaba a su territorio, me reconocía desde lejos: erguía las orejas, me apuntaba con el hocico y después se levantaba y venía corriendo para atacarme, gruñendo y mostrándome sus dientes amarillentos. Arremetía con un odio salvaje y feroz que depositaba -entre resuellos y espumarajos- a escasos quince centímetros de mis pies. Avanzaba y retrocedía en oleadas crecientes de rabia. Las primeras veces traté de esquivarlo con movimientos calmos y seguros, ya que dicen que el temor los incita, que ellos perciben el olor del miedo, pero no hubo caso, por más que tratara de insuflarle valentía a mis actitudes, cada noche seguía atacándome, como si quisiera hacerme entender, de una vez por todas, que yo no debía pasar más por su esquina. Lo extraño era que no se la agarraba con las demás personas que pasaran por allí, el orejudo ni les prestaba atención, o cuando algún amigo me acompañaba hasta mi casa, él podía seguir andando tranquilamente, porque el perro se venía como tiro a mis piernas. Así que comencé a realizar acciones defensivas más resueltas, como agitar lo que llevara en las manos, dar voces de amenaza o levantar los brazos. Cansado de aquella tortura de meses, en cierta ocasión resolví agarrar una piedra de un cantero que estaba unos metros antes de la esquina del orejudo. Cuando se acercó para atacarme, se la arrojé a la cabeza, pero fallé. Un poco desconcertado, salió disparado hacia la oscuridad, siempre gruñendo y ladrando. Después de esa noche, decidí llevar siempre una piedra. Pasaba por Soler y Olazabal apretándola contra mi pecho, listo para tirársela, pero el orejudo parecía saber que yo escondía algo y no me atacaba. Finalmente, había encontrado una solución, tal vez no era la mejor, ya que no parecía muy valiente andar transportando un cascote para defenderme de un perro, pero era una salida. Con la cabeza embrollada en otros problemas, una madrugada me olvidé de agarrar la piedra y el orejudo me atacó. Lo hizo con más saña que nunca, con todo su odio, como si hubiera intuido que no tenía ningún objeto para agredirlo, como demostrándome que él sabía que en todas las otras oportunidades yo lo había llevado oculto y ahora quisiera vengarse. Resueltamente, le grité como un desquiciado y levanté lo primero que vi en el piso para arrojárselo: era un pedazo papel. Cuando se lo arrojé, voló unos pocos centímetros por el impulso y luego cayó, meciéndose como una pluma, como una pelusa… en fin, como un pedazo de papel. Pero esa noche se la juré al orejudo, lo miré a los ojos y le juré que lo iba a matar, luego caminé las cinco cuadras que faltaban para llegar hasta mi casa imaginando, con gran placer, cómo acabaría con su vida, disfrutando de antemano su lenta agonía. A partir de ese momento, como si lo hubiera presentido, el orejudo dejó de embestirme. Había elegido un gran pedazo de adoquín afilado que llevaba a todos lados dentro de la mochila, ahora, cuando pasaba frente al perro, lo sacaba y lo apretaba en mi mano, pero él apenas levantaba las cejas -dos arcos simétricos color té con leche sobre su cara negra- para mirarme, sin siquiera dignarse a mover la cabeza. Pasaron muchos meses y nada sucedió, fueron tantos que creí que por fin se había resuelto el entuerto entre nosotros, resolví entonces soltar el lastre que acarreaba y andar libremente. Esa noche llegué hasta la esquina y, cuando me tuvo cerca, el orejudo me atacó, pero esta vez me agarró muy bien parado y fui veloz: la patada lo alcanzó entre el cuello y las patas delanteras. Recibió el golpe con desconcierto, no lo esperaba. Largó un aullido largo y después derrengó hacia la izquierda. No terminaba de caer ni podía mantenerse en pie, medio se arrastraba de lado y gemía lastimosamente. Otro perro vagabundo vino a olfatearlo para, qué sé yo, ayudarlo, consolarlo. La escena me apretó el alma. Lo había descubierto sin proponérmelo, no tenía coraje para hacerle daño a un animal, menos aún al orejudo. No llegué a saber qué pasó después, porque solté la mochila y salí corriendo para no ver ni oír nada más.
Ahora vuelvo a casa por otro camino, son diez cuadras desde la estación, pero todavía las hago a pie.