
un encontronazo entre ambos en plena acera, del cual salió bastante más perjudicado él que yo: tumbado en el suelo tras tropezar con mi torpeza, con un vaso de papel vacío a su lado y los restos del que supuestamente iba a ser su líquido desayuno, desparramados por los adoquines. Aceptó mis disculpas a regañadientes, con un talante huidizo y esa sensación de animal acostumbrado a ser humillado que impregnaba cada uno de sus actos. Tan sólo contemplé en su cara una cierta satisfacción cuando decidí compensar mi atropello, invitándole a un café y un bocadillo en el bar ante el que se había producido el incidente.Y así, entre mordiscos a un sándwich de jamón y queso y sorbos de café, fue desgranando su vida ante mí con lentitud, orgulloso de tener por fin delante a un interlocutor que no miraba su aspecto con desprecio. Descubrí al ser humano escondido tras esa imagen descuidada; el que disfrutaba coleccionando bolsas de plástico de diferentes colores y tamaños; el que acudía a la estación de tren cada tarde para respirar ese olor metálico tan característico y agradable a su sentido olfativo; el que se tumbaba boca arriba en el césped del parque con la única intención de ver pasar las nubes… Un personaje cercano y convencional, con el que la vida no tuvo compasión y condenó desde muy joven a la oscura prisión de la marginalidad.Hace una semana me abofeteó la noticia y su foto en un periódico local: lo encontraron colgado en un solar abandonado. Se había quitado la vida fabricando una soga con fragmentos de ropa y trapos viejos; ni siquiera tuvo la ocasión de acabar con sus días en condiciones, sino rodeado de escombros y con una cuerda miserable e improvisada. Fiel reflejo de su existencia…Texto: Miguel Angel Díaz Fuentes