Revista Cultura y Ocio

El visitante nocturno

Por Orlando Tunnermann
EL VISITANTE NOCTURNOEL VISITANTE NOCTURNO

Se despertó en mitad de la noche, aullando de terror, convulsa y trastornada, irritados sus pulmones de tanto berrear.
Malena corrió hasta el pequeño dormitorio rosa de su hija Andrea, ornamentado con peluches de ositos, leones, cebras, caballos y delfines, y prendió la luz.
En el suelo se desplegaba un pelotón aturullado de juguetes huérfanos que buscaran cobijo.
La niña estaba sentada sobre la cama, con su pijama blanco de muñecos de nieve arremangado. Sus ojos “melíferos” estaban abiertos como platos, espiando el hueco de la ventana izada.
La noche silente quedaba fuera como testigo mudo de su aflicción. Con su manita derecha, blanca, pequeña, señalaba un dedo trémulo una presencia invisible más allá del carcomido marco de madera de la ventana que daba a las antiguas vías de la abandonada estación de tren de Playa de la Beciella.
Malena se asomó nuevamente, como había hecho durante tantas noches a lo largo de los últimos dos meses.
El vacío apocalíptico del silencio quedó roto por la cacofonía desacompasada de una orquesta de grillos “ebrios”.
-No hay nada ahí afuera, cariño. Mamá ya está aquí. Vuelve a dormir, mi pequeño angelito de ojos de miel y naricita respingona de azúcar y golosina.
Le besó en la punta de la nariz y la mordisqueó con cariño, como si se la fuera a comer. Eso siempre le hacía reír, que su madre comparara su nariz con las chucherías y pretendiera comérsela.
Ahora vendrían las cosquillas. Andrea se preparó, con las manos en alto como las garras de un halcón, en posición de defensa.
Malena jugueteó en el aire con sus manos de escultora ocasional, haciendo ruiditos de helicópteros y aviones. Después llegaban las aves de rapiña, que en cualquier momento se cernerían en picado sobre su barriguita blanda y suave.
Un ataque inopinado de cosquillas arremetió contra el abdomen, cuello y las plantas de los pies desprevenidos. Andrea se contorsionó en posturas imposibles, loca de alegría y de risa contagiosa.
-¡Para mami, para! ¡Que no me aguanto las cosquillas! –Chilló dichosa Andrea-
Se habían disipado ya las sombras de pavor. Malena volvió a arroparla; besó a su pequeña en la frente y le retiró el cabello fino, largo y rubio de su preciosa carita sonrosada y alargada.
-Ahora a dormir, angelito mío o tendré que enviar refuerzos para que te hagan… ¡cosquillas, cosquillas, cosquillas!
La pilló desprevenida, había improvisado. Las manos de Malena, de nuevo en revoltosa acción, volvieron a producir una escandalera jubilosa en Andrea, que trataba en vano de refrenar los ataques de cosquillas por todo el cuerpo.
-Bueno, ahora amor mío, a dormir y soñar con cosas bonitas, que mañana tengo que ir a trabajar al hospital, y no querrás que aparezca por allí como un zombi…
Comenzó a caminar por la habitación como una momia milenaria del antiguo Egipto alumbrada por un halo mágico de resurrección espontánea.
Andrea volvió a reír, desencajada, encantada con la insuperable vertiente cómica de su madre.
-¡A dormir! ¿Te vas a portar bien? ¿No más gritos ni personajes imaginarios que entran por la ventana?
-Sí mamá –repuso Andrea sin convicción, apocada-
-¿Lo prometes?
-Lo prometo –aseveró circunspecta-
Unos días después, Malena se acercó hasta el concejo de Caravia y compró un ingenioso sistema de vigilancia, con cámara grabadora incorporada en el exiguo espacio interior de un búho de loza hueco por dentro.
La figurita, blanca, ribeteada de dorados, quedaría frente a la ventana como un ojo centinela que registrara los eventos del ocaso.
Eran ya demasiadas noches de vigilia y “noctambulismo” a causa de los terrores infundados de Andrea, quien porfiaba noche tras noche en el relato sobrenatural de la asistencia de un visitante trasnochador que se colaba en el dormitorio.
Le describía con pormenorizada imaginación: su rostro siempre estaba sonriente, ojos muy rasgados y oscuros, pelo largo y grueso, feo y con una nariz ancha y gruesa como la de los gorilas.
Siempre hacía lo mismo: se la quedaba mirando sentado en un pequeño taburete verde con la imagen de una tortuga dormilona que fumaba puros y vestía traje de etiqueta.
La pequeña casa amarilla y negra donde vivían quedaba en la margen opuesta del río de los Romeros, junto a las ruginosas vías del tren. La había construido su padre con sus propias manos en los años 70.
Malena adoraba la privacidad de aquel refugio. Le inspiraba para esculpir bustos de gladiadores y próceres romanos, esclavas y ninfas griegas o faraones egipcios que había conocido en tablillas y grabados del museo del Louvre en Paris.
No le concedía la menor importancia ni credibilidad a las fabulaciones pueriles de Andrea. Eran mínimos los transeúntes, generalmente pastores, senderistas o viajeros extraviados, que llegaban hasta aquel páramo idílico y prácticamente ignoto.
La imaginación desbordante de su hija, en ausencia de su padre o de un hermanito con quien jugar, había fabricado en su cabecita remolona un amigo imaginario que le hacía compañía y velaba sus sueños cada noche.
Pasaron más de dos semanas de grabaciones inocuas que sólo recogían el canto estrepitoso y “disconforme” de los grillos “amotinados”. Andrea parecía complacida y tranquila al saber que el búho espía descubriría al misterioso visitante si se le ocurría regresar.
Sin embargo, sonidos remotos, gañidos de animales, gemidos guturales imitados por el viento, eran todo cuanto conformaba la enjundia y el engrudo elemental de los registros acaparados por el búho de loza.
En cuanto al espectro visual, lo más destacable era el rutilante fulgor de las estrellas y las luciérnagas que se cruzaban en el plano como ígneos cometas.
Andrea parecía feliz y relajada. Volvía a jugar con sus muñecas favoritas: Wendelyne, la hermosa esclava de larga cabellera plateada y rostro azabache que vivía en el reino de Yvernia, y Dägmar, la temible princesa del palacio de hielo que retenía en sus mazmorras a la infausta Yesenia.
En esos benévolos ratos de feliz sola, no echaba tanto de menos a Jasón. Un incendio pavoroso en una sala de fiestas de Vancouver se lo había arrebatado en Canadá hacía más de dos años. Andrea tenía sus mismos ojos, licuosos y dorados, la cabellera dorada y las cejas artísticas, elegantes, como dos hermosos arcos románicos equidistantes.
Las pestañas, largas y rizadas, también eran propiedad de su esposo. De ella había heredado la barbilla apuntada y la dulzura de su voz cargada de donaire y desparpajo.
Una noche regresaron los gritos y los sobresaltos. Malena acudió al encuentro de su hija, somnolienta y malhumorada. Andrea estaba sola, pero su dedo índice apuntaba hacia la oquedad de la ventana.
-Cariño… ¿Qué sucede? Creí que ya habíamos superado esto. No hay nadie, has tenido una pesadilla, igual que siempre…
-¡No mami, que no! ¡Estaba ahí el monstruo feo que me mira y se sienta en la silla! ¡No me lo estoy inventando! –Cruzó los brazos sobre el pecho, pataleando histérica, con el ceño fruncido y la mirada torva-.
-Está bien, Andrea. ¡Basta ya! Estoy muy enfadada contigo. Hemos visto juntas las grabaciones del búho que compró mamá y no había nadie en la habitación. No hay nadie, estamos solas tú y yo angelito mío. Son pesadillas.
-¡Que no, mamá, que esta vez sí que estaba! –prosiguió Andrea inconsolable, llorando y berreando-.
-¡Muy bien! ¡Ya me tienes más que harta! ¡Te vas a quedar todo el mes castigada, sin salir a jugar y sin tus muñecas!
-¡Que no mami! ¡Estaba ahí! pero ha salido por la ventana, el monstruo feo que se me queda mirando –se estaba poniendo morada de tanto llorar-.
-¡Será posible la niña! ¡Andrea! ¡Basta ya de decir tonterías! ¡Se acabó! ¿Me has oído?
La sacó de la cama casi a rastras y se la llevó al salón, con el búho grabador en la mano libre.
Andrea berreaba y pataleaba alteradísima, mientras su madre accionaba el aparato grabador y mostraba en el televisor una habitación a oscuras con el sempiterno canto atronador de los grillos.
-¿Lo ves? ¡No hay nadie, Andrea! ¡Ya me tienes más que harta con tanta tontería!
La niña quedó en silencio unos segundos, confundida, enjugándose los lagrimones con sus manitas blancas.
Malena, que se había sentado frente al televisor, se levantó furibunda y cogió a su hija como si fuera uno de sus juguetes abandonados.
Entonces, la imagen anodina e inocua permutó. Andrea comenzó a llorar y gritar.
¿Otra vez? ¡Ya está bien, Andrea, cállate ya! ¡A dormir y a callar, ya está bien!
Su dedito índice indicaba hacia el televisor. Malena se giró, resoplando y maldiciendo entre dientes. Iba a detener la grabación cuando se le congeló el corazón en el pecho. Un hombre enmascarado, disfrazado, acababa de entrar por la ventana del dormitorio de Andrea y se estaba sentando en el taburete con el dibujo de la tortuga fumadora…
Malena ahogó un grito de horror y con su hija en brazos corrió hacia la cocina, donde había dejado su teléfono móvil.
Marcó el número de la policía, aterrada, y como una loca inspeccionó cada centímetro cuadrado de la casa… un visitante nocturno se había estado colando en el dormitorio de su hija cada noche desde hacía más de dos meses.
VÍCTOR VIRGÓS, AUTOR DE "LA CASA DE LAS 1000 PUERTAS" DISPONIBLE EN WWW.AMAZON.ES (EBOOK)

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LOS COMENTARIOS (2)

Por   Orlando Tunnermann
publicado el 23 julio a las 07:53
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¡Hola Marta! Muchas gracias por detenerte a leer mi historia, ese es el mejor regalo para un escritor. Me alegro que te haya gustado. Un saludo

Por   Marsanchez
publicado el 23 julio a las 05:42
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La historia atrapa de principio a fin, pobre Malena.. fue un gran susto para ella, faltó el desenlace, pues, el intruso tendrá su propia historia.

Un saludo,

Marjorie

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