Una de las cosas grandes que tiene mi casa es que está muy cerca de Monvínic. No digo más. Me siento un privilegiado cuando aparco y en un suave paseo de 10 minutos puedo llegar a, quizás, uno de los mejores bares (restaurante diría yo) de vino por copas del mundo. Tras las vacaciones, en un mediodía muy tranquilo, soleado y con esas nubes en el cielo que tanto me gustan, recortadas por la tijera de la lluvia y del fresco de la noche anterior, volví. Para saludar a los amigos que trabajan allí; para charlar con ellos en la distensión que da un servicio siempre exigente pero ese día escaso; para comer muy a gusto y para elegir los vinos que mejor casaran con lo que me apetecía. Por supuesto, también para dejarme sorprender por esas medias copas que, con total complicidad y aquella media sonrisa, te van pasando como diciendo "verás cómo te sorprende esto". El ambiente de trabajo sigue siendo formidable y el trato e intercambio de informaciones, ideas, últimas noticias sobre descubrimientos o cosas que han sorprendido, el de siempre: extraordinario. Es un proceso de constante aprendizaje.
A ratos, parece como si la gente, en Barcelona, no hubiera entrado todavía en esa fantástica mezcla que son (en las mesas de entrada del, propiamente, bar de vinos) los platillos acompañados de un par de medias copas. Es una fórmula imbatible en la ciudad, por calidad y por precio. Tomarte, por ejemplo, un conejo de Baldomar con alcaparras y bogavante con una media copa del Nuits-St-George, Clos de la Marechàle 2005, de J.-F.Mugnier te sale por 16 euros. A mí, eso me impresiona y cuando puedo hacer una "escapada" de estas al mediodía, (trabajo fuera de Barcelona), acabo como en Babia. De todas formas, abrí mi temporada en Monvínic con algún argumento más. Empecé con lo que, vagamente, describe la foto: una impresionante esqueixada de bacalao, de tersura y volumen vibrantes, fresca, con garbanzos de mi tierra (Alta Anòia), pequeños y contundentes de sabor, y una mezcla de albahaca, salvia y menta, delirante. Acompañó un Mersault de Les Tillets, 2006, del Domaine Roulot. Estuvo bastante tímido y cerrado, aunque con gran entereza y frescor en boca. Necesita tiempo. La primera sorpresa, que idearon entre Antonio y Ramiro, se comió el Roulot a pedacitos: un Fiano d'Avellino 2004 de Villa Diamante. Es un fiano enorme, quizás el más profundo que haya probado jamás, con una capacidad enorme para envejecer. Está, ahora mismo, entre los grandes blancos de Italia, sin duda. Mineralidad de yesca, todos los aromas del monte en su interior, castañas recién cogidas. Enorme y con una evolución en copa de más de una hora.
De segundo, pasó el conejo que os he comentado, hecho como si Sergi de Meià fuera mi abuela, con cariño, muy poco a poco, con ese toque de contraste entre el dulzor del jugo del bogavante, la amabilidad de la carne del conejo y la acidez y frescura de las alcaparras. El otro representante de la Borgoña estuvo muy superior al mersault. El Clos de la Marechàle de Jacques-Frédéric Mugnier es una caricia, es un beso, es la flor de la violeta cogida al amanecer. Con ese marymontaña formaron una pareja de baile algo entrada en años, de paso cadencioso, quizás, pero con gran sentido del ritmo. Terminé con una combinación de fresas del Maresme y fresitas del bosque con una quenelle de helado de vainilla. Superior. Faltaba la segunda sorpresa...restos de una botella abierta hacía unos días, completaban mi "vuelta a casa": de Valentini, el Montepulciano d'Abruzzo 2002. Una de las haciendas grandes de los Abruzzi, con un vino casi hecho a la antigua, con la uva muy madura, taninos más bien cuadrados, pero una capacidad de agradarse en el paladar que casi daba miedo. Esa mezcla de rusticidad del Montepulciano con la amabilidad de la vainilla y la sombra fresca de las fresas me llevaron a la calle con una sonrisa de bobo que todavía llevo. "¡Qué bien", pensé, "en casa de nuevo!"