Revista Cultura y Ocio
Aunque a veces me cueste, y otras tantas me duela, yo siempre he apostado por la tolerancia (empujado por el pluralismo que defiendo, y envalentonado por la ironía, de la que tanto habló Richard Rorty como la "actitud filosófica fundamental"). Apuesta que, más de una vez, me ha terminado por colocar en una situación complicada, que me ha valido más de una crítica, más de un debate, y aún más de un insulto. Recuerdo que, cuando todavía era bastante chico, oí hablar de un judío que había sobrevivido a los campos de concentración nazis, y que se dedicaba a dar conferencias alrededor del mundo para hablar, precisamente, de ese momento tan doloroso de su vida y de la historia, pero con un sentido muy especial: no para despertar rencores y odios, sino para hacer un llamado a la tolerancia, a la comprensión de aquellos que no piensan como nosotros, porque, parafraseando a Nietzsche, de la intolerancia sólo podemos esperar intolerancia, y condenar a quienes condenan es ponerse encima la toga del verdugo, o en todo caso dejar el hacha al alcance de la mano. Hace algunos meses salí a tomar unos tragos con un amigo y un par de chicas alemanas. Nos fuimos al Pisseli, un bar que queda a dos escasas cuadras de mi casa, en donde se arma todos los jueves una peña de las clásicas, donde un grupo de amigos, en torno a una mesa llena de botellas a medio vaciar, entona a ritmo de cajón y guitarra en mano las canciones clásicas del repertorio criollo peruano. Una de las alemanas, al ver con qué afán y con cuánto sentimiento entonábamos mi amigo y yo muchas de esas canciones, me hizo un comentario que nunca olvidaré: "Para mí, es muy difícil entender eso. La cultura de mi país puede gustarme mucho, pero me es del todo imposible sentir orgullo por ella". Como todo el mundo sabe, en Alemania hay una ley que prohíbe cualquier tipo de expresión que pueda pasar por nacionalista: la llaga de los horrores cometidos durante la Segunda Gran Guerrra sigue abierta para ellos, y una bandera es, para ellos, un recordatorio de ese pasado tenebroso. Y sin embargo...Hay una cosa que no puedo dejar de decir, y es que tal vez esa llaga ha estado abierta por demasiado tiempo. Que los horrores del nazismo fueron terribles, es una verdad del tamaño de un camello, algo que no estoy dispuesto a refutar. Pero también es cierto que, a estas alturas, ya ha pasado el tiempo, las heridas necesitan cicatrizar, y eso no va a suceder mientras la gente, por muy buenas que sean sus intenciones al aplicar determinadas leyes, siga arrancándose la costra. A la larga, tal vez y hasta esa insistencia por parchar la identidad de la gente sólo pueda resultar, en Alemania, contraproducente, dando el tiro por la culata, porque se suspenden muchas cosas en el silencio, cosas que siguen agitándose, y que al no encontrar un canal por donde fluir, terminarán por hincharse hasta reventar. Y lo que revienta, suele hacerlo con fuerza, con violencia... ¿se entiende a qué trato de llegar?Soy un acérrimo escéptico de cualquier tipo de nacionalismo: el serio y el de escaparates. Pensar que existe algo parecido a la "esencia" de un país me parece una franca estupidez, así como enorgullecerse de cosas a las que se llama "propias", y que hunden sus raíces, siempre, en el sincretismo y la fusión. En el Perú, sin ir más lejos, existen esos dos polos patológicos del sentir nacionalista: uno, que quiere hundirse en la tradición de la "pureza del sentir nacional", representado por grupos de izquierda y derecha por igual; y otro que cree que el orgullo nacional es una pasarela en la que nuestras luminarias gastronómicas, arqueológicas y culturales tienen que exhibirse como una vedette, que yo encuentro grotesca, falsa e insufrible. A mí, ambos bandos me parecen una tremenda imbecilidad, porque confunden el orgullo con el narcisismo, la mascarada, la ideología y la estupidez. En España, en aquellos tiempos inciertos que se llamaron la Segunda República, surgieron esos grupos (que pudieron llamarse Falange Española, JONS o lo que fuera) que reivindicaban la primacía de los caracteres tradicionales y "puros" del pueblo español: el catolicismo (de raíces judías, hebreas, griegas, romanas y demás) y los elementos de la tradición (endeudada con judíos, árabes, romanos, gitanos, moros, entre otros; si hasta parece que el primer rejoneador fue nada más ni nada menos que Julio César). Y este tipo de discursos vacíos fueron precisamente, los que desembocaron en la Guerra Civil. De más está decir que, a mi parecer, la historia jamás llegará a ese estatismo pacífico con el que sueñan todos: la diplomacia tiene sus límites, y la gente seguirá creyendo lo que su carácter y su tradición le han dado a mamar. Hay raíces mucho más profundas que los códigos civiles y penales, y en tantos siglos creo que ya tendríamos que haber aprendido que no hay paz que no sea, a su vez, una invocación a la guerra. Pero hay paliativos, y creo que la tolerancia puede ser uno de ellos: no cortar a rajatabla el discurso del que no piensa como yo, no enterrar las banderas imaginando que con eso bastará para que la gente olvide quién es... pequeños anestésicos que, a la larga, pueden servir para mesurar, siquiera un poco, este transcurrir tan impredecible y violento que es la existencia de la especie humana. Recuerdo una frase, que reza que "el silencio es salud", y que fue escrita y difundida por el gobierno militar argentino de los años setenta; el mismo que fue responsable de la desaparición y muerte de tantas personas, que todavía no habían dejado de temblar con el recuerdo de la Triple A de López Rega. No: el silencio no es salud... mucho más salubre me parece el reconocimiento, la aceptación, la catarsis. Por eso me gustan tanto las películas alemanas más recientes, en las que se toca de lleno, y con una lucidez nunca antes vista, las diferentes temáticas que persisten como un tumor en el inconsciente (y en la consciencia, también) de la gente. Basta con citar La caída, pero también hay otras, como El libro negro o aún La cinta blanca de Haneke. En fin, que lo que trato de decir es que no hay que enterrar a los vivos y sentarse a esperar a que vuelvan a levantarse de la tumba atizados por la censura y la rabia. ¿Por qué mejor no sentarlos a conversar, oírlos, entenderlos, y luego tratar de entender cuánto de ellos sigue siendo un reflejo de nosotros mismos? No hay que enterrar al pasado como si estuviera muerto, porque no lo está nunca.