Revista Arte
La vida en ocasiones transcurre delante de nuestros ojos como un mero reflejo de lo que somos, hasta que nos ocurre algo y necesitamos saltar al otro lado. Entonces nos convertimos en espectadores de nosotros mismos, como si estuviéramos sentados en el patio de butacas sin querer admitir aquello que observamos, aunque esa película sea la de nuestra propia vida. Y esa incredulidad nos viene porque simplemente no nos reconocemos, como cuando alguien nos graba nuestra voz y al escucharla no somos capaces de identificarla como nuestra, porque la verdadera existencia, esa que no entiende de ir a la compra o visitar al médico, es la que se esconde dentro de nosotros como el mayor de los tesoros al que nadie puede llegar. Esa búsqueda de uno mismo es la verdadera razón de ser de esta novela, Tiza, donde su autor, Eugenio Asensio dota a su protagonista de esa capacidad de dualidad existencial, convirtiéndole en adalid de lo que podríamos denominar como la gran aventura de la reflexión: la propia, la única, aquella que se deposita en la sima de nuestras miserias. Y es ahí, en esa aventura de introspección, donde se encuentra el brillo y el acierto de esta novela, porque quizá, sin quererlo, se comporta en una gran epopeya sobre el desencanto; esa enfermedad que mantiene narcotizada a toda una sociedad preocupada nada más que de sus propias cuitas y sin capacidad de mirar más allá de la pantalla de su teléfono móvil. En este sentido, lo primero que se le viene a uno a la cabeza, a medida que avanza en la lectura de esta novela, es la sombra de Meursault, el protagonista de El Extranjerode Albert Camus, porque Eugenio Asensio proporciona a su profesor de las características de esa pérdida de identidad que nos sumergen en el mayor de los anonimatos universales. Su protagonista, por no tener, no tiene ni nombre, lo que sin duda le ayuda a convertirse en una especie de fantasma que deambula por el mundo, pero al contario que estos, nuestro docente sí es visualizado por los demás en contra de sus deseos, porque él mejor que nadie sabe que esa imagen no se corresponde con su verdadero yo.
El narrador, en este caso, utiliza la herramienta de la introspección para desarrollar el alma de su protagonista, y lo hace, cual director de cine, a través de unos primeros planos tan reveladores como incisivos, porque quién no es víctima de sus propias incongruencias, o de esa desgana hacia una vida que no es lo que nos habían prometido. Nuestro existencial profesor, es un hombre sin armas contra su propia desesperanza que, sin embargo, se desenvuelve a la perfección en el terreno de los arrebatos inconfesables que le llevan hasta el mar, su exmujer, la literatura en su plano más amplio, y también hasta su exalumno Héctor, que lejos de ser el leitmotiv de Tiza, es la excusa para montar el resto del decorado. Un montaje, el de Tiza, que nos sumerge de nuevo en el mundo educativo, la herramienta más poderosa que poseen nuestros políticos para manipular a las masas, y que por ello, siempre se convierte en el más peligroso de los instrumentos que adulteran la conciencia colectiva, y quizá también por eso, siempre se halle sumida en un caos perpetuo. Las consecuencias del sistema (educativo y social) se dejan ver en Tizade un modo atronador, y se cuelan en las rendijas de nuestra retina para desde ahí avanzar hasta el epicentro de nuestro corazón, pues las descripciones que Eugenio Asensio hace del mundo de las aulas son tan demoledoras y tan reales, que le dejan a uno sin aliento. Aquí las sospechas se transforman en certezas; certezas que son como un corte directo a la yugular que nos llevan a preguntarnos cuando dejamos atrás de una forma definitiva las enseñanzas de la Academia de Atenas de Platón y Aristóteles.
Con todo, esa es solo la excusa en la que situar a un personaje; un profesor anónimo que ese el álter ego de una sociedad muda y caótica que marcha narcotizada por esa especie de locura colectiva en la que estamos inmersos. Ese nuevo reflejo del caos, está presente en la novela a través de esa huida a los infiernos en la que nuestra profesor intenta trasgredir las normas de su estatus social y las suyas propias, en una especie de vagabundeo por los prostíbulos de Barcelona, que muy bien se podrían asemejar a la sombra del protagonista de ¡Jo qué noche! de Martin Scorsese, pues uno y otro huyen de su propios miedos. Barcelona aparece aquí como una suerte de reflejos indeterminados que casi siempre acaban en el mar, ya sea por esa necesidad de navegar que tiene el protagonista (la eterna huida) o a través del travelling sobre el que se posa la narración en sus descripciones de las sesiones de footing a lo largo de la colinas de la ciudad, o en los viajes en el tren de cercanías pegados a la línea del horizonte.
Y como solo de recorridos interiores no vive el hombre, y para que nada le falta a Tiza, la tensión está asegurada a través de unos magníficos diálogos que nos hablan muy bien y mucho de que Eugenio Asensio es un hombre de teatro, y así nos lo plantea en muchas fases de la novela, pero si tuviéramos que destacar alguna de ellas por encima de las demás, habría que decir que el último capítulo de la novela es un compendio de gran domino de las técnicas narrativas. En él está todo: tensión, sospecha, miedo, desamparo o incluso luz; una luz tan intensa que es capaz de iluminar la verdadera razón de ser de un profesor; un rayo de esperanza en esta gran epopeya sobre el desencanto.
Ángel Silvelo Gabriel.