Entre el 10 y 11 de mayo de 1996 tuvo lugar una de peores tragedias de la historia del alpinismo: 8 personas murieron en su intento de coronar el Everest, la cima más alta del mundo. Dos décadas después Baltasar Kormákur lleva a la gran pantalla este suceso que, a día de hoy, tiene el triste honor de ser el peor desastre vivido nunca en la montaña nepalí. El director de Contraband o Verdades ocultas y los guionistas William Nicholson (Gladiator), Simon Beaufoy (Slumdog Millionaire) y Justin Isbell se alían para narrar la crónica de esta lucha del hombre contra la naturaleza, con un resultado bastante irregular. No se explica que teniendo entre manos un material tan potente, con tantas posibilidades, se tire por la borda de la forma en la que podemos apreciar en Everest (2015). Lo que podía haber sido un espectáculo grandioso, preñado del aliento épico que exigía una hazaña de estas características, se queda en una película del montón de la que nadie se acordará en unos meses. Rodada de la forma más convencional posible, la cinta deja pasar una oportunidad de oro no sólo para rendir un emotivo homenaje a los fallecidos, también para hacer que el espectador sienta en sus carnes el peligro de esa bestia, de ese monstruo llamado Everest.
Algunos de los alpinistas que se apuntaron al reto de coronar la cima más alta del mundo -un hito que hasta entonces sólo habían conseguido Edmund Hillary y Tenzing Norgay en 1953- fueron Rob (Jason Clarke), Beck (Josh Brolin) o Doug (John Hawkes), todos bajo la batuta del líder: Scott Fischer (Jake Gyllenhall). Todos ellos lidiarán con las dificultades que suponen escalar estos 8848 metros de montaña, haciendo frente a diversas pruebas de habilidad o la falta de oxígeno, aunque el verdadero peligro será la bajada. Las extremas condiciones atmosféricas y las tormentas de nieve harán que no todos lleguen sanos y salvos al punto de partida. Lo que da rabia de Everest es que el director tire directamente por la borda la primera de las dos horas de metraje. La cinta arranca de forma errática, presentándonos a los personajes de forma atropellada y haciendo gala de uno de los trabajos de montaje más horrorosos del cine reciente. Se podría decir que los primeros minutos de este trabajo que se queda lejos de dignificar el cine de catástrofes son la antítesis de lo que tendría que ser la narración cinematográfica. No se explica cómo nadie del equipo advirtió al director que los primeros 60 obtusos y aburridos minutos que había rodado eran la nada más absoluta.
Después llega su segunda hora y lo cierto es que la película remonta el vuelo, pero ya es demasiado tarde: la sensación de pereza se ha instalado de tal forma que muy bueno tiene que ser lo que venga a continuación para resarcirnos. Lo que ocurre es que lo que llega a partir del segundo acto -correspondiente a la bajada- es simple y llanamente correcto, por lo que la sensación final es la de decepción. Encargada de inaugurar el Festival de Venecia, Everest es una película a la que le falta acción y le sobran personajes. Lo malo no es que tenga pocas escenas de acción, es que las pocas que tiene están mal rodadas. El director muestra una alergia absoluta a los planos generales, cuándo son éstos precisamente los que nos permiten ver el drama al que se enfrentan los personajes en toda su extensión, con toda su crudeza. Se transmite así la sensación de estar rodada en interiores, algo que se incrementa en el momento de la llegada a la cima. Una coronación, por otro lado, que tendría que ser el gran punto de inflexión de la cinta pero al que el director no le concede ninguna importancia. El que se supone que es el gran instante de la película, el epicentro de todos los sueños e ilusiones de sus protagonistas, está rodado como una escena más, y materializa a la perfección la desgana y la falta de interés de Kormákur por la tragedia que está contando.
Y finalmente está, tal y como ya he apuntado, el exceso de personajes. Son tantos y están tan mal presentados que nunca empatizamos con ellos: nos da igual que lloren, que lleguen a la cumbre o que se queden por el camino. Se podría haber conectado más con el factor humano de haber reducido considerablemente el número de roles, evitando así desaprovechar a actores de renombre como Jake Gyllenhaal, Keira Knightley o Emily Watson. Rob Hall es el único que interesa. Dejando al lado su discutible uso del 3D o el debate de hasta qué punto reemplazar la terminología profesional por un lenguaje más accesible juega a favor de la obra, Everest no la salvan ni sus estampas de notable planteamiento estético ni su bella fotografía. ¿El momento cumbre? La conversación entre una asistente del campamento base y uno de los alpinistas situado a ocho mil metros de altitud: “-¿Qué tiempo hace por allí?”. “-Hace frío”.