Hay algo que siempre se nos escapa en aquello que vemos. Ese reflejo que nos devuelve la luz en todo lo observado. Un reflejo que funciona como un espejo que nos divide la realidad en dos: la experimentada y la soñada. Una dualidad que nos produce un lirismo que deambula entre ausencias y presencias. La ausencia de los personajes que observan aquello que no es mostrado, y la presencia de un universo repleto de objetos. Cotidianos. Grandes. Pequeños. Desgastados. Olvidados. Un universo al que Isabel Quintanilla da protagonismo en la exposición El realismo íntimo que se exhibe en el Museo Thyssen Bornemisza de Madrid. Un realismo sublimado por la autoridad de la luz, y la realidad que surge a través de ella. Un mundo ignoto e imprevisible que pasamos por alto sin apreciar ni sus matices ni sus siluetas, y que la pintora madrileña consigue convertir en arte. Arte observado. Arte ensalzado. Arte sobre la realidad que lo cubre todo. No en vano, Isabel Quintanilla dejó dicho que: «Porque en la realidad está todo. El artista lo que hace es transformar esa realidad en otra realidad que es arte». Arte que contrapone los objetos pintados a los observadores que los contemplan. Arte que indaga en la importancia de la luz y su capacidad para mostrarnos la esencia de lo dibujado y pintado, como continuación de la naturaleza humana, porque esa es la materia prima del arte: la búsqueda de aquello que nadie ve salvo el artista que detiene el tiempo en ese instante que de fugaz se transforma en permanente. De inasequible en asequible. Y de imaginado en perceptible.
El universo pictórico de Quintanilla es el de la proximidad y cotidianeidad de unos objetos que, de un papel secundario, ella los eleva a un papel principal. Ahí es donde sus vasos de Duralex, o sus flores son el arquetipo de una belleza innata bañada de una luz mágica, autoritaria si se quiere, por su capacidad de iluminadora de nuevos matices y vidas que nos sugieren los objetos en sí mismos. Objetos usados, abandonados y tocados por las personas que tras su anonimato reflejan el poder de todo aquello que nos rodea por simple que nos parezca. Una sencillez que se transforma antológica en el uso de ese lápiz minucioso que se muestra implacable en sus cuadros en blanco y negro, plenos de texturas y matices que nos resultan imposibles de descifrar por el cariz multiorgánico de sus sombras y reflejos. Brillos y opacidades que van y vienen, y se nos revelan ante la luz única que los acompañan. Un espacio que va del blanco al negro, y que cuando se transforma en toda una amalgama de colores, se muestra transparente por su noción de inclusivo en cada uno de los objetos que se retratan, y si no, baste observar la nitidez de las raíces de las flores inmersas en un vaso lleno de agua. Colores que se muestran implacables e intensos en sus jardines de carácter pompeyano, y de fondos terrosos, a los que se le superponen naranjos y limoneros, arbustos y plantas que conforman un esqueleto perfecto de composición y de ritmo. Un ritmo infinito en sus marinas, donde el mar Cantábrico es exhibido plagado de múltiples matices y una densidad infinita siempre alejada de la playa. Una densidad que sólo busca su esencia: el agua.
En ese juego que la pintora establece, entre su cotidianeidad interior y exterior, surgen los espacios vacíos de sus viviendas. Donde las puertas y ventanas se convierten en la guía que nos conduce a ese más allá de las formas y colores que las acompañan. Mesas, espejos, sillas, o los objetos que yacen inertes en su estudio, son el esqueleto sobre el que se sostiene la mirada limpia e íntima de una Isabel Quintanilla que también sabe mirar al exterior, para que al igual que en sus cuadros marinos, mostrarnos las ciudades de Madrid y Roma sin más especulación que la belleza sobre la que se sostiene su elección de encuadres y su percepción sobre lo observado, donde la luz, una vez más, es la tela mágica que lo cubre todo: majestuosidad y firmeza. En un diálogo de formas y colores y, sobre todo, sensaciones, pues ese es el gran secreteo de su pintura, la capacidad que tiene de manifestarnos todo aquello que obviamos en nuestro día a día y que tenemos al alcance de nuestra mano, o más concretamente, de nuestra mirada y la posibilidad de hallar en lo observado la magia de lo que nos rodea. Quizá, porque de esa naturaleza inventada y creada por el hombre parta su esencia y su alma.
Ángel Silvelo Gabriel.