Revista Cultura y Ocio

Exsistere

Por Humbertodib
Exsistere

El escenario que ambientaba el funeral del viejo filósofo parecía ser el más apropiado, como si lo hubiera imaginado y escrito un guionista burdo que buscase amoldar su propio concepto de realidad al arte en general. La mañana estaba oscura y fría, caía una llovizna tan fina que se colaba por todos lados, de fondo sonaba, arrullador, el Quinteto de cuerdas en do mayor de Schubert, y se habían formado diversos grupos en los que se debatían las ideas del pensador o se repetían sus aforismos a la manera de cánticos rituales. Los elogios parecían no tener fin. Cuando llegó el turno de los oradores, los veteranos aseguraron que había sido el hombre más sabio de su generación, los jóvenes se arriesgaron a proclamar -con esa solemnidad temerosa de los novatos- que, gracias a su aguda capacidad de introspección y análisis, él había abierto el camino para una renovada forma de existencialismo, pero absolutamente todos destacaron que nadie en su vida había puesto semejante tesón para alcanzar un conocimiento tan profundo y acertado delsí mismo. Sin embargo, la última palabra -digamos- la tuvo el muerto. Cuando quitaron el paño que cubría la lápida, en letras doradas sobre el mármol negro, pudo leerse el siguiente epitafio: "En verdad nunca supe quién fui". Frase que había sido tallada según el deseo del propio filósofo. Entre carraspeos y miradas que se evitaban, los concurrentes comenzaron a dispersarse con fingido disimulo, envueltos en un silencio casi ensordecedor, apenas perturbado por el arrastrar desengañado de los zapatos sobre la gravilla. Ya cerca de la salida del cementerio, uno de los más cercanos colaboradores del pensador se acercó a otro colega y, bamboleando la cabeza, le dijo en voz baja: Qué hijo de puta.


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