17 de Septiembre del 2012 | etiquetas: Factual, Manel Carrasco
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Tras el parón estival, volvemos a hacernos eco de la actualidad más (o menos) candente con ánimos renovados, la cabeza fresca, y ganas de hacer historia desde el catálogo de filmin. Y llegamos a lo grande, todo hay que decirlo, con la solución a uno de los principales sainetes que nos ha mantenido entretenidos este año.
Hace unos meses, el multimillonario Sheldon Adelson desembarcó por estos lares con un proyecto bajo el brazo: construir un complejo de casinos en la península ibérica. Una sucursal del emporio de Nevada que recibiría el sugestivo (y original) nombre de “Eurovegas”. Claro que quizá habría que reformar un poco algunas legislaciones vigentes, pero la promesa de ingresos a mansalva y de una nebulosa poco definida de puestos de trabajo era muy tentadora. Y como no podía ser de otra manera la oferta puso a la greña a las dos ciudades candidatas, que eran (cómo no) Barcelona y Madrid. De inmediato, las fuerzas vivas de ambas localidades empezaron a desfilar por el despacho de Adelson, disfrazados de Pepe Isbert disfrazado de alcalde que se disfraza de andaluz para recibir a los americanos. Y ha sido hace poco, tras meses de titulares, declaraciones, réplicas y contrarréplicas, manifestaciones a favor y en contra, cuando Madrid se ha llevado el gato al agua. Barcelona, por su parte, ha contratacado rápidamente con un proyecto mastodóntico al lado del parque recreativo de Port Aventura. Y nada, aquí estamos, con la sensación de que la vida sigue igual, de que si viera todo el espectáculo, Quevedo afilaría la pluma, Larra se volvería a pegar un tiro, y Berlanga… llamaría a Pepe Isbert.
El mundillo de los casinos es un filón muy apetecible para el cine. Su mitología de máquinas tragaperras, gerentes mafiosos, elegantes ladrones, y bosques de neón hortera han encandilado durante décadas a público de todo el mundo. Y eso que hace años que el cine muestra Las Vegas como un espacio de ocio más o menos familiar (con algún que otro resacón). ¿Y qué podemos esperar de Eurovegas? Ni idea. Probablemente no veremos a George Clooney vestido como un pincel asaltando la caja fuerte, pero en filmin tenemos referentes para hacernos una idea sobre lo que auguran partidarios y detractores del modelo. Son puntos de vista contrapuestos, enconados incluso, pero los podemos encontrar en los medios de comunicación. Y, como con el cine, al final es el espectador quien tiene que emitir su propia valoración del asunto.
A favor:
Lloyd Bacon es uno de los grandes nombres olvidados de Hollywood. Su alianza con Busby Berkeley fue una de las explosiones de creatividad más coloristas del primer cine musical. La calle 42 (1933) es, narrativamente, poco más que la fábula de una corista que encuentra su oportunidad de triunfar sobre los escenarios de Broadway. Números de baile, encantadoras canciones de antes del technicolor, una historieta de amor sin muchos giros, y una visión sobre el mundo del espectáculo que es a la vez irónica y amable. No es un casino, pero los extraordinariosnúmeros de Berkeley y la utilización del decorado como elemento clave del musical nos retrotraen a Las Vegas, una ciudad nacida del desierto y planteada como un gran cartón piedra que vive de la coreografía constante. Y en eso nada mejor que el cine de varietés, que pretendía abstraer al público de la crisis del 29.
Pero no hace falta ir hasta 1933. Hace un par de años una atípica propuesta del país vecino presentaba una variante de las salas de espectáculo muy en boga: Tournée (2010) cuenta la vida de una compañía itinerante especializada en el Burlesque. Cuando las dificultades económicas atenazan al grupo de artistas, su director planea una gira por Francia que debe acabar a lo grande en París. Su viaje los puede llevar por un país románticamente idealizado jalonado de salas de espectáculos, centros sociales de pueblo, y por qué no, casinos. Pero suele ocurrir que la desilusión asoma tras cualquier puerta… MathieuAmalric ya había demostrado sobradamente que era uno de los actores más capaces del cine francés, y del europeo en general. Una auténtica bestia parda capaz de rivalizar con los mejores. Y sin embargo, su carrera como director era poco conocida antes de brindarnos uno de los relatos más sorprendentes y afortunados de su año. El mimo con el que trata a sus personajes, el cariño que desprenden, tan alejado de la estereotipación, nos zambullen de cabeza en las bambalinas del mundo del espectáculo, donde los artistas respiran, huelen, piensan y sueñan más allá de los focos.
Hay ideas de bombero; otras son geniales. Las mejores, quizás, pertenecen a ambos mundos. En 1982 Werner Herzog añadió un nombre más a su particular (y extraordinaria) nómina de chalados determinados a sacar agua de un corcho. La historia de Brian Sweeney Fitzgerald raya la obcecación visionaria con la locura más aguda. Y quizá por ello merezca la pena ser recordada. Fitzgerald quiere construir un teatro de la ópera en medio de la selva amazónica (chaladura número uno) y para ello debe sacar un gran barco del río y llevarlo a la cima de un monte (chaladura número dos) para lograr el dinero que necesita. Herzog contó con Klaus Kinski para el papel protagonista (chaladura número tres) y con Claudia Cardinale (y Milton Nascimento, por cierto) para dar forma a la obsesión de un hombre con llevar a cabo sus sueños más delirantes. Herzog sabe un rato de personalidades inquebrantables, tan fascinantes como complicadas, tan fuera de lo común como crueles y egoístas. Fitzcarraldo (1982) te atrapa por la fuerza motora de su narración, de su puesta en escena, y por el magnetismo que Herzog y Kinski vuelcan en un personaje que a menudo funciona como espejo deformante de ellos mismos. No en vano, el director se metió en una peligrosa zona de rápidos con el barco (chaladura número cuatro) ante la negativa del capitán de jugarse la vida alegremente. ¿El resultado? De seis tripulantes que iban en el barco, tres heridos. ¿Y qué tiene que ver la película con los casinos? Su origen. El impulso de levantar de cero una ciudad en medio del desierto y llenarla de máquinas tragaperras y tapetes verdes no difiere mucho de colocar una ópera en el Amazonas y un barco en un monte. Puede que nazcan de la misma zona del cerebro, la que alimenta las fantasías más desatadas, bañadas de un romanticismo casi perverso que nos atrae y nos engancha a la silla.
En contra:
George Bailey tiene una empresa que da créditos a gente necesitada. Podemos decir que es un buen tipo, un excelente padre de familia, ¡y encima tiene la cara de James Stewart! Sin embargo, en los últimos tiempos no pasa por un buen momento: las deudas están acabando con todo lo que ha construido con esfuerzo. Hasta su idealismo se ve amenazado. Su mayor problema es el acaudalado Henry F. Potter, un tiburón de las finanzas que no dudará en aplastarlo como una hormiga. La noche de navidad, hundido en la depresión, George se sube a un puente, determinado a cortar por lo sano.Pero antes de que vaya más allá, un hombrecito aparece a su lado y empieza a hablarle…
Muchos ya habrán ubicado la película, especialmente si en los últimos treinta años han puesto la televisión en fechas navideñas. ¡Qué bello es vivir! (1946) representa una de las obras cumbres de Frank Capra, un cineasta que forjó su ideario en el trauma de la crisis del 29. Capra creía en la dignidad del hombre de a pie, que no traiciona sus principios por el vil metal; y aunque suene a moralismo masticado lo cierto es que sabía como pocos qué teclas debía tocar, ya fuera en una modesta empresa de crédito o de la mano de Mr. Smith rumbo a Washington. ¡Qué bello es vivir! es el máximo exponente de ese pensamiento, pasado por el tamiz del tradicionalismo norteamericano. El planteamiento vital de Bailey se asienta sobre el modelo capitalista de los Estados Unidos, pero traza una frontera muy clara respecto a las ansias depredadoras de Potter. El personaje de Lionel Barrymore podría construir un casino con aspiraciones mastodónticas, el de Stewart montaría un centro de rehabilitación en los arrabales. Por decirlo de otro modo: ¿Alguien duda de que Potter votaría al equipo de Mitt Romney?.
Cuando el proyecto de Eurovegas desembarcó en España hubo muchos que se pusieron las manos a la cabeza. Más allá del impacto urbanístico estaban las peticiones de crear un estatus especial que suavizara la regulación española en todo el complejo. Tabaco, ley de menores, fiscalidad… y convenio laboral. Y del (pisoteado) estatuto de los trabajadores acaba hablando, de alguna manera, la segunda película de Laurent Cantet. Recursos humanos (1999) plantea el eterno conflicto laboral de unos trabajadores que ven amenazado su convenio laboral. La diferencia, aquí, es que el protagonista es el hijo de un obrero, que acaba de ingresar en el departamento de recursos humanos de la empresa. El conflicto está servido, y bebe de la mejor tradición del cine con conciencia de clase. Premiada en festivales, alabada internacionalmente, la cinta supuso la puesta de largo de uno de los máximos exponentes de la nueva generación de cineastas franceses. Trece años más tarde mantiene su garra, en parte porque el escenario no ha cambiado mucho (y no precisamente a mejor), en parte porque los grandes temas que se tratan van más allá del panfleto, y buscan su razón de ser en los conflictos paternofiliales. Jalil Lespert y Jean-Claude Vallod están impecables como padre e hijo, dibujando los matices de una materia tan universal como el ser humano.
¿Qué futuro nos depara la crisis? ¿Una tierra postapocalípticaplagada de delirantes construcciones que se caen a pedazos? ¿Un erial de urbanizaciones semiabandonadasallí donde todo era verde? ¿Saldremos por patas más allá de los Pirineos? ¿O la opción que necesitamos es el modelo de Eurovegas? Quién sabe. Aunque puede que los más agoreros entre los cineastas tuvieran razón. Quizáel futuro nos depara un escenario de ciencia ficción protagonizada por Charlton Heston… aunque con la suerte que tenemos nos tocaráDolphLundgren, o Marc Singer. La mayor distopía del cine patriono es una tierra de casinos, sino un mundo donde pijos y marginados andan a la greña, mientras la sociedad se cae a pedazos. Acción Mutante (1993) es la mejor carta de presentación que un enamorado del séptimo arte como Álex de la Iglesia podía soñar. Un punto y aparte en el cine español que auguraba de lo bueno, lo mejor. Su retrato del atajo de parias y perdedores que arman la marimorena entre la boda pija y el planeta Axturiax demuestra que podemos acabar fatal, pero lo que nos vamos a reír. Puede que en época de penurias económicas un complejo de casinos seatypicalspanish: simplemente una variante en la cultura económica del pelotazo inmobiliario. De ser así De la Iglesia no iría tan desencaminado. ¿Un futuro donde la mayor fuerza subversiva son un atajo de parias capitaneados por Álex Angulo y Antonio Resines?Sí, por supuesto. Resines a la cabeza. Siempre. Sólo en este país. Queda trecho, pero no descartaría que, si continúa la crisis, acabemos como la panda de majaderos de Acción mutante. Estaremos muy fastidiados, pero nos lo pasaremos en grande. Y mientras tanto, con tanto paro podemos hacer como los jubilados, y matar las horas viendo las obras del casino. Así tomamos medidas del sitio donde vamos a trabajar.